Abelardo Cuadra, descendiente de oligarcas conservadores, como oficial de la Guardia Nacional, participó en la conspiración y en el asesinato del general Augusto C. Sandino, el 21 de febrero de 1934. Tiempo después, arrepentido, participó en varias conspiraciones para derrocar a Somoza, y escribió sus memorias, de cuyo libro titulado “El Hombre del Caribe” extraemos estas cartas, escritas cuando estaba prisionero en 1935, las que narran los detalles del vil asesinato a traicion del héroe antiimperialista y sus acompañantes.

 

Primera Carta

Cárcel de la XXI León, 10 oct. 1935

No había podido escribirte por lo difícil que me había sido sacar la carta, pero aquí va la narración de la muerte de Sandino con todo lo que yo vi, hice y oí esa noche:

El día 21 de febrero de 1934, como a las cuatro y medía de la tarde, mientras yo dirigía el training de unos boxeadores en el ring del Campo de Marte, se me acercó el subteniente César Sánchez y me dijo: “Dice el general Somoza que te espera en su oficina a las seis de la tarde”, y añadió: "Se trata de un asunto de mucha importancia que el General quiere tratar con algunos oficiales”. Y se marchó.

Con reloj en mano, cinco minutos antes de las seis, llegué a la oficina del general Somoza en el Campo de Marte, donde encontré reunidos a los siguientes oficiales:

  1. General Gustavo Abaunza, Jefe del Estado Mayor, dado de baja mes y medio después y hoy director del periódico El Centroamericano, órgano somocista en León,
  2. Coronel Samuel Santos, Jefe de Operaciones e Inteligencia.
  3. Mayor Alfonso González Cervantes, Jefe de la Pagaduría.
  4. Capitán Lizandro Delgadillo, Jefe de la 15a Compañía.
  5. Capitán Francisco Mendieta, Jefe de Abastos.
  6. Capitán Policarpo Gutiérrez, de servicio temporal en Managua.
  7. Capitán Carlos Tellería, Oficial Ayudante (y hoy casado con una hija de la Justa Vivas de Masaya).
  8. Capitán Diego López Roig, nacido en Costa Rica pero residente y con familia en Nicaragua, Jefe de la 17a Compañía.
  9. Teniente Federico Davidson Blanco, Oficial Ejecutivo de la 17a Compañía.
  10. Teniente José A. López, Jefe de la Policía de Managua.
  11. Teniente Ernesto Díaz, Segundo Jefe de la Policía de Managua.
  12. Subteniente César Sánchez, Oficial Ejecutivo de la 1a Compañía;
  13. Y Camilo González Cervantes, empleado civil del Campo de Marte.

Total: catorce asesinos y conmigo quince.

Continúo, pues, mi narración. Llegué completamente ajeno de lo que iba a tratarse, pero en cuanto escuché las primeras palabras y opiniones que salían de los corrillos formados en la oficina, me di cuenta que se trataba de solucionar las dificultades existentes entre Sandino y la Guardia Nacional. El general Somoza no llegó sino hasta las 6.45. A su llegada hicimos silencio y nos sentamos en semicírculo; Somoza, detrás de su escritorio, nos habló poco más o menos así: "Los he mandado citar por ser ustedes oficiales de mi entera confianza, y para someterles a su consideración la solución que debe darse a las dificultades que existen entre la vida del General Sandino y la vida de la Guardia. Yo vengo ahora mismo de la Legación Americana y he presentado al Ministro Bliss Lañe este mismo problema, y él me ha prometido su apoyo incondicional. La actuación de Sandino en la vida pública nicaragüense, tomando en cuenta las últimas declaraciones dadas por él a la prensa, son una prueba evidente de su ambición y esto indica que nosotros, en representación del ejército y por la paz futura de Nicaragua, debemos tomar una resolución contundente pero necesaria'’.

(Te acordarás que Sandino había declarado días antes a la prensa que en Nicaragua existían tres poderes: él, la Guardia Nacional y el presidente de la república; debés comprender también, hermano, que ha pasado de esto más de año y medio y que mis apuntes andan confundidos entre los papeles y libros que dejé en mi casa.)

Todos comenzaron a tomar la palabra y a emitir su opinión con respecto a la medida o resolución que debía tomarse, y claro está, no hubo uno solo que no señalara como única alternativa matar a Sandino aprovechando la estadía de él ese día en Managua. Si no te hablo en primera persona, no quiere decir que esté eludiendo responsabilidades. No. Yo formé parte de esa reunión, yo llevo sobre mi frente la mancha de ese crimen, pero si fui tan cobarde para oponerme a la votación, tengo siquiera un poco de valor para confesar arrepentido ahora mi delito y cuando mi fracasada conspiración posterior contra Somoza, incluí entre los puntos de mi programa la entronización del héroe.

Como medida provisoria para impedir que mañana algunos de los asistentes quisieran negar su participación en el crimen, Somoza pidió que se redactara un acta en que constaría la resolución motu propio adoptada por cada uno de los firmantes. La primera acta sé rompió debido a una observación hecha por el General Abaunza, pues dijo que allí no quedaba deslindada la responsabilidad, ya que parecía que era el ejecutivo el que autorizaba. Entonces se redactó una segunda, sirviendo siempre de mecanógrafo el Capitán Mendieta. La objeción de Abaunza se había debido sin duda a que él había sido colocado en la Guardia por los Sacasa, para vigilar a Somoza y refrenarlo; después, como castigo personal y sanción aplicada al ejército por la muerte de Sandino, el presidente le dio la baja a Abaunza.

El acta firmada por todos, sospecho que Somoza se la entregó al presidente o al Ministro Americano; uno de ellos tres es el poseedor, y será un documento histórico muy valioso. Concluida la firma, se estuvo discutiendo la manera de llevar a efecto la consumación del asesinato; se propuso envenenarlo, incendiar el avión en que se regresaría a Wiwilí, ponerle una emboscada en la montaña, etc., etc, hasta que se resolvió matarlo en la casa donde se hospedaba en Managua, que era la de don Sofonías Salvatierra. Convenido esto último Somoza escogió para la ejecución del crimen a los capitanes Lizandro Delgadillo y Policarpo Gutiérrez, apodado El Coto; y a los tenientes José A. López y Federico Davidson Blanco. Junto con Somoza se retiraron a un cuartito que había contiguo a la oficina y allí arreglaron la forma y los más pequeños detalles del plan; después de conferenciar, los cuatro oficiales salieron a cumplir lo acordado.

Somoza permaneció con nosotros y todos quedamos esperando nuevas noticias; debo decirte que Somoza ya venía desde antes meditando la manera de matar a Sandino y como especie de coartada había invitado a la poetisa Zoila Rosa Cárdenas a dar un recital en el Campo de Marte, en la cuadra de los cañones, al que él asistiría tranquilamente mientras liquidaban a Sandino. Como te digo, pues, todos quedamos en la oficina de Somoza y el recital señalado para las 8 de la noche hubo de retrasarse.

Diecisiete minutos antes de las 10 de la noche llegó casi al trote el capitán Delgadillo, que dijo: "General Somoza, ya lo agarramos, lo tenemos en el Hormiguero junto con don Gregorio, Salvatierra y los generales Estrada y Umanzor”. Entonces Somoza nos preguntó si no sería mejor dejar presos a Sandino, Estrada y Umanzor para toda la vida. (Para ser exacto te cuento esto: yo no sé si Somoza sintió miedo a la responsabilidad consiguiente, o si vibraría una cuerda noble en su alma, o fue refinamiento de crueldad.) Todos dijimos que se cumpliera lo acordado y Delgadillo regresó en carrera a la fortaleza del Hormiguero en donde estaba detenido Sandino.

Ahora déjame hacerte una recapitulación de lo acontecido, desde que habían salido los cuatro oficiales a cumplir la resolución: todos se fueron en automóvil al cuartel del Campo de Aviación (que queda bastante cerca de la casa de Salvatierra) y allí recogieron los informes de unos policías secretos que desde mediodía estaban apostados frente a la casa con la consigna de espiar todos los pasos de Sandino y de los suyos; por los informes de estos policías se supo que Sandino, con los generales Estrada y Umanzor, habían ido a cenar a la casa presidencial y saldrían de allí un poco noche; que Sócrates Sandino y el coronel Santos López estaban en casa de Salvatierra y que el capitán Juan Ferreti (condiscípulo tuyo donde los Salesianos) andaba paseando por las calles.

Delgadillo regresó entonces al Campo de Marte y tomó diez guardias de la 15a y la 17a compañías, mientras El Coto Gutiérrez y Davidson Blanco, con diez o catorce guardias de la 15a compañía y de la policía, o primera compañía, cercaban la casa de Salvatierra para matar a los de adentro. Delgadillo con sus hombres, le puso emboscada a Sandino en un predio vacío que hay entre la fortaleza del Hormiguero y la Imprenta Nacional; y convino con El Coto Gutiérrez que cuando éste oyera tiros del lado que él mandaría indicar con un correo, debía atacar la casa de Salvatierra.

Delgadillo apostó a sus guardias en el predio, atravesó el fordcito GN-5 en la calle y puso al sargento Juan Emilio Canales, para que fingiera estar inflando una llanta, pero con una ametralladora en el guardafango; sus instrucciones eran las de parar, para ser registrado, todo carro que viniera de la casa presidencial.

Entre el tiempo que permanecí emboscado y el sonido de la sirena del carro de Sandino, apenas medió el instante que un hombre necesita para orinar”, me dijo después Delgadlllo contándome los sucesos.

La continuación te llegará en otra carta. Pasa esto a máquina y en buen papel.

Tu hermano,

Segunda Carta.

Cárcel de la XXI León, 23 oct. 1935

Querido hermano:

Sigo con mi relato en el punto que habíamos quedado.

La detención del carro del general Sandino fue así: El sargento Juan Emilio Canales, junto al fordcito GN-5, vio, acercarse las luces de dos carros que bajaban de la presidencial, prevenido ya por la sirena; a poco se sintió enfocado por el primero y poniéndose el antebrazo izquierdo en la cara a manera de pantalla ordenó: "¡Alto ese carro!".

El chofer frenó corno a 4 varas de distancia. Los generales Estrada y Umanzor desenfundaron sus pistolas calibre 45 pero Sandino dijo: “¡Un momento, muchachos, ¿qué pasa?!" En ese instante salieron los guardias del predio donde estaban emboscados, los fusiles bala en boca, y Delgadillo dijo: "Es orden superior. Todos quedan detenidos; entreguen sus armas". Dentro del carro venían además don Gregorio Sandino y el Ministro Salvatierra, quienes entregaron las suyas; Estrada y Umanzor quisieron disparar pero Sandino los calmo: “No se opongan, nada malo puede ser. Yo voy a arreglarlo todo". Entonces entregaron también las pistolas y todos juntos pasaron prisioneros a la fortaleza de El Hormiguero, que quedaba enfrente. Los pusieron de espaldas a la muralla oriental, custodiados por tres ametralladoras; Sandino, que iba y venía en marcha y contramarchas en un espacio de cuatro varas, pedía explicaciones; tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se mostraba irritado.

El oficial de guardia esa noche en El Hormiguero era el subteniente Alfredo López, uno de los que cayeron presos conmigo cuando mi primer complot) y en el momento en que Delgadillo andaba informándole a Somoza lo sucedido, Sandino preguntó: "¿Quién es el jefe aquí? Quiero hablar con él”. López se acercó y entonces Sandino le pidió: “Hágame el favor de prestarme el teléfono, quiero hablar con el presidente de la república". "No se puede” le contestó López. ’'Entonces", dijo Sandino, “quiero hablar con el general Somoza”. (Como mis apuntes no los tengo aquí, no recuerdo si esta comunicación se la dieron o no a Sandino, pero más bien creo que no). Sí sé que López concedió, que lo que podía hacerse era transmitirle al general Somoza lo que deseaba decirle, y lo transmitido fue esto: “Dígale al general Somoza que me extraña todo lo que están haciendo con nosotros. Que nos tienen detenidos como malhechores, cuando hace apenas un año firmé con el presidente Sacasa un convenio de paz. El general Somoza hace tres días me dio un retrato suyo en prueba de amistad. Todos somos hermanos nicaragüenses, y yo no he luchado contra la Guardia sino contra los yankis; y no creo que vayan a aprovecharse de la ocasión para hacer ahora con nosotros lo que no pudieron hacer en la montaña. Dígale que yo quiero que me explique lo que quiere hacer con nosotros”.

El subteniente López se presentó con el recado delante de Somoza, y a poco rato llegó otra vuelta Delgadillo, (quién te acordarás ya se había presentado a informar la captura de Sandino donde estábamos nosotros reunidos) con un mensaje igual, y el coronel Samuel Santos lo increpó duramente diciéndole: “¡Deje de estar viniendo con tazones! ¡Usted es un militar y ya tiene sus órdenes. Proceda inmediatamente!” Somoza intervino entonces enseguida: "¡Tire a ese bandido donde yo le dije! Pero separe antes a don Gregorio y Salvatierra”. Desde ese momento quedó todo resuelto. Somoza cogió su teléfono y ordenó al garaje de la Guardia el envío del camión GN-1 a la fortaleza de El Hormiguero, para salir en una comisión con el capitán Delgadillo.

Mientras tanto, El Coto Gutiérrez y el teniente Davidson Blanco tenían rodeada la casa del ministro Salvatierra; allí estaban Sócrates Sandino que al momento leía; el coronel. Santos López, dormido, y aquel pariente nuestro, yerno de Salvatierra, Rolando Murillo.

La sesión se suspendió en la oficina del general Somoza, y me invitó a mí y creo que a dos o tres más, para que lo acompañáramos al recital de Zoila Rosa Cárdenas, que estaba preparado para tener lugar en el Campo de Marte, como ya te había contado. La muchacha peruana ésta recita bien y es agraciada; sin embargo, Somoza no parecía prestarle atención y era fácil descubrirle en el rostro la grave preocupación. Yo estaba sentado a su izquierda, hombro con hombro. "¿No has oído descargas?” me preguntó por dos veces. Yo le contesté negativamente.

Mientras tanto, Delgadillo separó a don Gregorio y a Salvatierra de Sandino y sus generales Estrada y Umanzor. No se despidieron unos de otros. Sandino y los suyos fueron obligados a montarse en el camión GN-1. Junto con el chofer en la cabina se montaron Delgadillo y el subteniente Carlos Eddie Monterrey. Atrás en la plataforma, sentados a plan y de espaldas a la cabina iban Estrada, que ocupó el lado izquierdo y fue el primer en subir; y Umanzor a la derecha. Sandino quedó en el medio y Estrada, que había encontrado un cajón de kerosine, se lo ofreció diciéndole: "Siéntese aquí, general": Nadie habló, nada más al subir y durante todo el trayecto hubo también un profundo silencio, solo el rodar de las llantas se oía. Tres guardias armados de ametralladoras y siete con rifles, cuidaban a los prisioneros.

El sargento Rigoberto Somarriba, quien portaba un rifle-ametralladora Browning, me cuenta así: "Estrada y Umanzor iban sentados en las esquinas delanteras del camión; el general Sandino, sentado en medio, llevaba las manos sobre las piernas, el torso un poco inclinado hacia adelante. Había una luna que hacía aparecer la noche como el día. Pude distinguir que llevaba hechas las cruces con ambas manos, pero no rezaba; o si lo hizo fue sólo un Padre Nuestro, pues todo el tiempo se dedicó a observarnos a todos, pero de un modo extraño... uno por uno nos fue estudiando y cuando me llegó el turno a mí, sentí que su mirada me penetraba hasta adentro. Entonces me pareció que Sandino era un hombre raro".

¿Buscaba acaso entre los guardias algún conocido que le hiciera un signo de inteligencia para facilitarle la fuga? ¿Estaría su espíritu conturbado por aquella manera imprevista en que se disolvía su vida? ¿Pensaba tal vez que era sólo un sueño y quería despertar? ¡Quién sabe!

Llegados al lugar en que debían ser ejecutados [esto me lo cuenta el subteniente Carlos Eddie Monterrey), Sandino le pidió a Delgadillo un poco de agua y en seguida le preguntó si en realidad se trataba de matarlos, pues él todavía se resistía a creer que se fuera a cometer semejante atrocidad. Delgadillo le contestó que iba a enviar un correo al Campo de Marte, preguntándole a Somoza si los debía matar o no. Luego Delgadillo llamó aparte a Monterrey diciéndole: "Yo me voy a retirar a unas treinta varas fuera del camino y cuando oiga usted un disparo de revólver que yo voy a hacer, ordene la ejecución de estos tres hombres". Monterrey regresó a donde estaba el grupo y ordenó un registro personal de los prisioneros. Sandino habló unas pocas palabras a sus compañeros, pero tan bajo que Monterrey, el más próximo a ellos, no las pudo oír. Umanzor y Estrada movieron la cabeza en señal de aprobación y Sandino le dijo a Monterrey: "Teniente, deme permiso para ir a orinar". "¡Orínese aquí no, más rejodido!”, lo increpó entonces un guardia apuntándolo con el rifle. Hasta ese momento, me dice Monterrey, se convenció Sandino de que su muerte era ineluctable, porque lanzó un hondo suspiro, movió la cabeza en signó negativo, y no volvió a hablar, sólo Estrada habló. "No les pida nada a estos jodidos, general, deje que nos maten”, fue lo que dijo.

Hasta ese momento Sandino no había desesperado de salvar su vida y la de sus compañeros, habituado como estaba a salir siempre avante de las dificultades y los peligros; se le había escabullido al gran general Lejeune, héroe de Chateau-Terry en la guerra mundial, después de presentarle tres días de combate en El Chipote y burlándose de él al dejarle muñecos de zacate en las trincheras, en lugar de soldados, contra los cuales disparaban los yankis mientras él iba ya lejos; se había burlado también del general Calvin B. Mathews, del general Logan Feland, orgullosos académicos; se defendió con bombas hechas de las latas de conservas vacías botadas por los marineros, amarradas con bejucos para darles mayor presión; a machete extraían sus hombres el plomo de las balas del tronco de los árboles al terminar los combates, para volverlas a utilizar, engañando y luchando, sacándole ventaja al enemigo con astucia, sin desmayar nunca, Y esa noche de febrero, creyó quizás que pidiendo agua, o permiso de ir a orinar, iba q presentársele la ocasión propicia, huir, retardar la orden salvadora. Pero al ver que un guardita cualquiera lo encañona con el rifle, lo insulta, se le corta toda esperanza y sólo puede mover la cabeza desalentado y lanzar un suspiro.

Un guardia les ordenó que se dejaran registrar. Estrada, adelantándose, se sacó un pañuelo rojinegro de la bolsa. “Sólo esto tengo. Guárdeselo, se lo regalo", le dijo. Umanzor le obsequió al subteniente Monterrey un paquete de cigarrillos marca “Esfinge”; Sandino no se dejó registrar. Tocándose la cintura dijo: "Si tuviera pistola, ya hubiera disparado.", y comenzó a pasearse. La señal de Delgadillo todavía no llegaba.

Estrada y Umanzor se sentaron en un cangilón de tierra, de esos que dejan en los caminos las ruedas de las carretas. “¡Jodido, mis líderes políticos me embrocaron!", dijo Sandino y sin que nadie le respondiera nada, se sentó junto a los suyos en el mismo cangilón. Contado de izquierda a derecha quedaban Estrada, luego Umanzor, por último, Sandino. Los diez guardias parados a 3 varas de distancia, una ametralladora frente al pecho de cada uno de los que iban a morir. Rasaron unos minutos; y después, en un instante como cualquier otra fracción de tiempo, Delgadillo disparó tras un matorral su balazo al aire.

El subteniente Monterrey, que ya había aleccionado a sus guardias, fue el primero en disparar su pistola sobre Sandino, colocándole el tiro media pulgada arriba de la tetilla derecha. Sandino se sacudió y emitió un rugido sordo. Al tiempo dé sacudirse otra bala le penetró en la sien izquierda, sallándole exactamente por la derecha; una tercera bala le entró en la mitad del plexo y el ombligo, saliéndole al lado izquierdo de la columna vertebral. Murió instantáneamente.

A Umanzor le penetraron dos o tres balas detrás del temporal derecho, que al salirle por el tímpano izquierdo le abrieron un boquete con diámetro de tres pulgadas y media, igual o más grande qué el círculo que le pinto aquí. Tenía más balazos, pero no recuerdo dónde. Estrada recibió cuatro tiros en el pecho y uno en la mano derecha; cuando cayó herido hizo el impulso de incorporarse, logrando hacerlo hasta la mitad, pero volvió a doblarse.

Todos los guardias se lanzaron sobre los cadáveres buscándoles el dinero y joyas (me refiero a los soldados y no al oficial). Les encontraron dinero en efectivo, aunque en escasa cantidad, juntos los tres no rindieron cien córdobas. El sargento Rigoberto Somarriba le arrancó a Sandino un anillo de brillantes que al día siguiente vendió en 70 córdobas, lo menos que valía eran doscientos. Su reloj de oro no sé en poder de quién quedó; anillos de oro, baratos y muy gruesos, que los quitaron a Estrada y Umanzor, tampoco sé en poder de quién quedaron. Nada de papeles importantes. No he sabido si profanaron los cadáveres, y te digo esto último por lo que más adelante te contaré acerca del cadáver del general Sandino.

No puedo seguirte escribiendo, hasta aquí me despido. Veré de apurar de alguna forma el envío de ésta.

Tu hermano,

Tercera Carta

Cárcel de la XXI León, 3 de nov. 1935

Querido hermano;

Creo que ya con ésta acabo de hacerte relación del asesinato, Bueno, mientras sucedía que la gente de Delgadillo ultimaba a balazos a Sandino y sus dos generales, la gente de El Coto Gutiérrez atacaba la casa de Salvatierra; Sócrates se defendió a balazos y el coronel Santos López —que como en campaña estaba durmiendo vestido—no hizo más que levantarse de un salto, tomar una ametralladora y dispararla, empeñándose un vivo tiroteo. Comprendió sin embargo que no podría resistirle a la Guardia, así que, aprovechando que la casa de Salvatierra (como la de nosotros allá en Masaya) tiene una tapia baja de madera que da a otros patios y estos patios a la calle, saltó con su ametralladora Thompson por arriba de la cerca, pasando en medio de la lluvia de balas y recibiendo sólo una herida en la pierna; así herido caminó desde Managua hasta las montañas segovianas a juntarse con el general Pedrón Altamirano, con quien todavía vive enmontado.

También Sócrates Sandino se defendió como hombre y por el número de cartuchos que le faltaba a su faja de tiros que vi junto con su pistola luego, deduzco que la cargó dos veces; herido en diversas partes del cuerpo quiso huir igual que Santos López, pero cayó acribillado, impedido por los balazos que ya tenía.

En ese mismo asalto murió Rolando Murillo, el yerno de Salvatierra, quien habiendo recibido cinco o siete balazos, en la región hepática resistió por ocho días más. Murió también un chavalito de ocho años de edad, sólo tenía un balazo en la parte superior de la cabeza. Este chavalo tuvo el honor de ser enterrado junto con Sandino y su hermano Sócrates y los generales Estrada y Umanzor. 

La balacera contra la casa duró un cuarto de hora, poco más o menos; terminada ésta hizo irrupción en las habitaciones Camilo González Cervantes, quien se llevó todos los papeles del general Sandino, y se dice que también unas tantas libras de oro en polvo que estaban en la caja de hierro de Salvatierra, oro que motivó el viaje de Camilo a Nueva York para su realización, de acuerdo con Somoza todo esto.

En el Campo de Marte, entre tanto, al oírse los primeros disparos, los que sabíamos su causa fingimos ignorancia; se dieron sin embargo órdenes precipitadas y la situación de la fortaleza fue la de un reducto que espera ser asaltado. Cada uno ocupó su lugar, para repeler... lo que no existía. No sé si antes te dije que Somoza me había nombrado director general de comunicaciones para esa noche. “¿Qué instrucciones llevo, le pregunté.” Y él me contestó: “Sólo a mí se me puede dar comunicación”. Cuando tomé posesión de este puesto en la oficina le pregunté al telegrafista: “¿Cuándo este aparato está para recibir y cuándo para transmitir?” "Pues conectando este switch" de este lado, se recibe, y de este otro lado se transmite", me dijo. “Sargento", llamé entonces al jefe de la escuadra que me seguía, “¿oyó usted la respuesta de este hombre?. "Sí, señor" me respondió. "Pues bien" agregué, “si este hombre pone el "switch" en posición de transmitir un mensaje que no lleve mi visto bueno, tírelo sobre su mesa de trabajo”, y le dejé cuatro guardias al sargento, igual cosa        hice con el         telefonista; y le dejé un cabo con otros cuatro guardias.

Terminando estaba de impartir mis instrucciones, cuando noté que la placa No. 1 del tablero telefónico, o sea la correspondiente a la casa presidencial, repicaba con furia. "Teniente” me dijo el telefonista, "llama el presidente de la república en persona”. El pobre      hombre temblaba. Yo tomé el escuchador y oí la voz indignada del presidente Sacasa que decía: “¿Quién es el atrevido que a mí no me da la comunicación? Soy el presidente de la república. Quiero hablar con el general Somoza". Yo desconecté el "switch".

Varias llamadas del presidente rechacé, lo mismo que de otros funcionarios, entre ellas una del general Gustavo Abaunza que desde adentro quería hablar con León. Como yo ya te había referido antes, Abaunza había sido colocado por Sacasa para espiar los movimientos de Tacho, de modo que su afán de hablar por teléfono tenía significación, ya que, además, a la    inversa de los otros,         fue el único que quiso comunicarse de adentro hacia afuera. Cuando recibió mi negativa, disgustado mandó sustituirme, a pesar de saber perfectamente que yo cumplía órdenes superiores recibidas en su presencia; llegó a quitarme el mando y regañarme en público el capitán Carlos Tellería, quien no es oficial académico. Me reprendió y me dijo que quedaba sustituido. No le dije nada en el momento, pues era de graduación superior y tenía que respetarlo; pero saliéndome al patio, lo llamé y le dije: “Usted ha hecho mal en llamarme la atención delante de unos subalternos, cosa prohibida por nuestra ética militar. Yo he venido aquí nombrado por un primer jefe del que obedezco instrucciones, y usted por un segundo jefe. De teniente a capitán lo he respetado, pero como hombre, el asunto es distinto”. El se portó muy comprensivo y me dio la mano; yo volví a quedar como jefe de comunicaciones.

Ahora, yo, que deseaba saber y ver detalles de lo acontecido afuera, me dirigí al General Somoza y le referí lo que había pasado, pidiéndole que me relevara de allí y me enviara mejor al sitio donde estaban los cadáveres para inspeccionar el entierro. Así lo hizo y yo partí a toda prisa hacia el sitio.

Los generales muertos estaban en el campo de aterrizaje. Sandino, Umanzor y Estrada yacían a unos tres metros de la parte oriental del Hospicio Zacarías Guerra, que está deshabilitado. Sócrates yacía boca arriba. Sólo Sandino tenía el rostro lleno todo de sangre. A pesar de que eran las 2.15 de la mañana del día 22 de febrero, había ya algunas moscas sobre los cadáveres. Yo contemplé a los generales abatidos y pensé: los van a enterrar en una fosa cualquiera, sin ataúd, ni siquiera una cruz con un nombre mal escrito y la fecha de su muerte les pondrán sobre sus tumbas. ¡Y cuántos hay, no se diga sólo en Centroamérica, sino en el continente y tal vez, en el mundo, que quisieran contemplar por última vez esos rostros! La noticia de que asesinaron a este hombre pequeño de estatura, con esos pies gorditos y blancos, como chinita, van a gritarla los voceadores en las calles asfaltadas y concurridas; y meterá bulla e Indignación la clase de muerte que se les dio. Hombres famosos y anónimos, en las grandes ciudades del mundo y en los pueblos más pequeños, hablarán de ellos, los qué yo estoy mirando tendidos aquí.

Sandino tenía rota la camisa y la camisola, quedando su pecho al descubierto; también su pantalón aterciopelado de color café, estaba roto en la parte delantera. Tenía recogido el pene y una gota de semen se veía en la punta. Los testículos muy desarrollados, o inflamados por algún golpe. Los otros tres cadáveres estaban desnudos del pecho, pero no tenían las camisas rotas, sino desabotonadas. Sus partes nobles estaban golpeadas.

Me acuerdo de Sócrates Sandino que me dio un susto ya muerto. Fue así: me acerqué para examinarle las heridas, y un guardia de apellido Portillo lo tomó del cabello y lo sentó. El cadáver, arrojó entonces un poco de sangre por la boca y abrió los ojos; no tenés idea del susto que nos llevamos. Cuando el guardia lo soltó, el cuerpo cayó otra vez boca arriba y cerró los ojos. Me dio curiosidad y ordené al soldado que volviera a sentar el cadáver y así lo hizo 'por cuatro o cinco veces, cerrando y abriendo los ojos en todas las ocasiones pero sin arrojar sangre. Sus balazos en partes vitales del cuerpo habían sido siete.

Allí estaban pues, el general Francisco Estrada, natural de Managua, de familia de artesanos, hombre de toda la confianza de Sandino, al único al que nunca le achacaron ningún acto de crueldad. El general Juan Pablo Umanzor, con su cara de perro bravo, audaz entre los audaces, analfabeto quizás, pero maestro en las guerrillas, cruel, muy cruel. El fue el primero quien jugó con dados hechos de las mandíbulas de los marinos americanos muertos en las emboscadas. El general Sócrates Sandino, de poca actuación en las montañas pero no carente de méritos.

Y por último, Augusto César Sandino, con sus 5 pies y 3 pulgadas de estatura; unas 130 o 135 libras de peso, ojos negros y pequeños, encapotados. Unos pies tan chiquitos, finos y blancos como cualquier estrella de Hollywood hubiera querido para sí. Su rostro estaba surcado de arrugas que lo hacían aparecer más viejo de lo que en realidad era, y ahora, muerto, en esas arrugas había coagulado la sangre, dándoles apariencia de. heridas. El pelo liso y fino como de indio, de unas 3 pulgadas de largo, echado hacia atrás. El cuerpo musculoso.

Estrada y Umanzor eran altos, el primero tendría tal vez unos 6 pies y pulgadas de estatura. Ambos color canela, color de indios. Estrada había sido un buen jugador de fútbol

Cuando los ocho presidiarios terminaron de cavar la inmensa fosa, no menos de siete guardias arrancaron pedazos de tela del vestido de Sandino, para guardárselos; también oí a unos pocos que maldecían su memoria. Un guardia de apellido Ruiz se guardó un calcetín. Yo le corté un mechón de pelo y el guardia que me prestó su navaja me pidió un poco y sé lo di. Después se procedió a enterrarlos.

Al general Sandino fue al primero que se echó al hoyo, cogiéndolo dos presos por las manos y los pies; lo balancearon y lo tiraron al fondo como un fardo. Hizo sordo al caer, pues la fosa era muy profunda. Yo me acerqué, regañé a los presos y dispuse que se introdujeran dos de ellos para recibir los cuerpos. Cosa curiosa, el general Sandino quedó con una mano bajo la espalda y la otra en alto como la levantan los boxeadores cuando obtienen la victoria, en eso se puede reconocer el cadáver. A su lado, cabeza con cabeza, están Estrada y Umanzor. Se les puede distinguir, pues Umanzor tiene deshecha la parte izquierda del cráneo. Todo el enterramiento se hizo a la luz de las lámparas tubulares, pues la luna brillaba ya muy opaca,

¿Ya te describí el lugar donde quedaron enterrados en el campo de aterrizaje? El propio sitio de su tumbas se localiza así; se camina 15 o 18 pasos desde la parte oriental del Hospicio Zacarías Guerra, siempre hacia el oriente, y unos 10 del costado norte, siempre hacia el norte de una casa de madera que sirvió de campamento a las tropas yankis. Allí está Sandino. Encima de todos está enterrado el chavalito de unos diez años que te conté, que era un criadito de Sofonías Salvatierra.

Sobre las tumbas hay monte y unas flores de jalacate. Cuando se ponía la luna echaban las últimas paladas de tierra; la misma luna que los había alumbrado bajo los pinos de las incomparables noches segovianas.

Hasta aquí las muertes, Pero falta algo todavía que te irá en la próxima carta.

Tu hermano,

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