El 8 de marzo de 1917 se inició la segunda revolución rusa, un acontecimiento que cambió al mundo. En este año 2017 se cumplen los 100 años de la revolución rusa, que permitió en octubre de 1917 instaurar el primer gobierno de los trabajadores en el siglo XX.
Publicamos extractos del capítulo VII del Libro “Historia de la Revolución Rusa”, escrito por León Trotsky.
El último día de febrero de 1917 (marzo en el viejo calendario ruso) fue para Petersburgo el primer día de la nueva era triunfante: día de entusiasmos, de abrazos, de lágrimas de gozo, de efusiones verbales; pero, al mismo tiempo, de golpes decisivos contra el enemigo. En las calles resonaban todavía los disparos.
Se decía que los “faraones” de Protopopov, ignorantes todavía del triunfo del pueblo, seguían disparando desde lo alto de las casas. Desde abajo disparaban contra las azoteas y los campanarios, donde se suponía que se guarecían los fantasmas armados del zarismo. Cerca de las cuatro fue ocupado el Almirantazgo, donde se habían refugiado los últimos restos del poder zarista. Las organizaciones revolucionarias y grupos improvisados efectuaban detenciones en la ciudad. La fortaleza de Schluselburg fue tomada sin disparar un solo tiro. Tanto en la ciudad como en los alrededores iban sumándose constantemente a la revolución nuevos batallones.
El cambio de régimen en Moscú no fue más que un eco de la insurrección de Petrogrado. Entre los soldados y los obreros reinaba el mismo estado de espíritu, pero expresado de un modo menos vivo.
(…) Hasta el día 27 de febrero no empezaron las huelgas en las fábricas de Moscú; luego, vinieron las manifestaciones. En los cuarteles, los oficiales decían a los soldados que en las calles estaban promoviendo disturbios unos canallas a los cuales serían preciso poner coto. “Pero ahora -cuenta el soldado Chischilin- los soldados empezaban a entender la palabra “canalla” en sentido contrario”. A las dos se presentaron en el edificio de la Duma municipal un gran número de soldados de diversos regimientos, que buscaban el modo de adherirse a la causa de la revolución. Al día siguiente se extendió el movimiento huelguístico. De todas partes acudía la muchedumbre a la Duma con banderas.
(…) Se abrieron las cárceles. El mismo Muralov llegó con un camión lleno de presos políticos liberados.
(…) En varias ciudades de provincias el movimiento no empezó hasta el primero de marzo, después que la revolución había triunfado ya hasta en Moscú. En Tver, los obreros se dirigieron en manifestación desde las fábricas a los cuarteles, y, mezclados con los soldados, recorrieron las calles de la ciudad cantando, como en todas partes entonces, La Marsellesa, no La Internacional.
(….) A los pueblos, las noticias relativas a la revolución llegaban de las capitales próximas, unas veces por conducto de las propias autoridades y otras veces a través de los mercados, de los obreros, de los soldados licenciados. Los pueblos acogían la revolución más lentamente y con menos entusiasmo que las ciudades, pero no menos profundamente. Los campesinos relacionaban el cambio con la guerra y con la tierra.
No pecaremos de exageración si decimos que la revolución de Febrero (marzo en el nuevo calendario) la hizo Petrogrado. El resto del país se adhirió. En ningún sitio, a excepción de la capital, hubo lucha. No hubo en todo el país un solo grupo de población, un solo partido, una sola institución, un solo regimiento, que se decidiera a defender el viejo régimen.
(…) La revolución se llevó a cabo por la iniciativa y el esfuerzo de una sola ciudad, que representaba aproximadamente 1/75 parte de la población del país. Dígase, si se quiere, que el magno acto democrático fue realizado del modo menos democrático imaginable. Todo el país se halló ante un hecho consumado. El hecho de que se anunciase en perspectiva la convocatoria de la Asamblea constituyente no significa nada, pues las fechas y los procedimientos de convocación de la representación nacional fueron decretados por los órganos del poder surgidos de la insurrección triunfante en Petrogrado.
(….) La revolución manifiesta tendencias centralistas, pero no es imitando a la monarquía derribada, sino por inexorable imposición de las necesidades de la nueva sociedad, que no se aviene con el particularismo. Si la capital desempeña en la revolución un papel tan preeminente, que en ella parece concentrarse, en ciertos momentos, la voluntad del país, es sencillamente por dar expresión más elocuente a las tendencias fundamentales de la nueva sociedad, llevándolas hasta sus últimas consecuencias. Las provincias aceptan lo hecho por la capital como el reflejo a sus propios propósitos, pero transformados ya en acción. La iniciativa de los centros urbanos no representa ninguna infracción del democratismo, sino su realización dinámica. Sin embargo, el ritmo de esta dinámica, en las grandes revoluciones, no coincide nunca con el de la democracia formal representativa. Las provincias se adhieren a los actos del centro, pero con retraso.
(….) Después de las jornadas de Febrero se contaron las víctimas. En Petrogrado hubo mil cuatrocientos cuarenta y tres muertos y heridos, de los cuales ochocientos sesenta y nueve pertenecían al ejército. De estos últimos, sesenta eran oficiales. En comparación con las víctimas de cualquier combate de la gran guerra, estas cifras, considerables de suyo, resultan insignificantes. La prensa liberal proclamó que la revolución de Febrero había sido incruenta. En los días de entusiasmo general y de amnistía recíproca de los partidos patrióticos, nadie se dedicó a restablecer el imperio de la verdad.
(….) Si la revolución de Febrero no fue incruenta, no puede dejar de producir asombro que hubiera tan pocas víctimas en el momento de la revolución y, sobre todo, durante los días que la siguieron. No hay que olvidar que se trataba de vengarse de la opresión, de las persecuciones, de los escarnios, de los insultos ignominiosos de que había sido víctima durante siglos el pueblo de Rusia.
(….) ¿Quién dirigió la revolución? ¿Quién puso en pie a los obreros? ¿Quién echó a la calle a los soldados? Después del triunfo, estas cuestiones se convirtieron en la manzana de la discordia entre los partidos. El modo más sencillo de resolverlas consistía en la aceptación de una fórmula universal: la revolución no la dirigió nadie, se realizó por sí misma. La teoría de la “espontaneidad” daba entera satisfacción no sólo a todos los señores que todavía la víspera administraban, juzgaban, acusaban, defendían, comerciaban o mandaban pacíficamente en nombre del zar y que hoy se apresuraban a marchar al paso de la revolución, sino también a muchos políticos profesionales y exrevolucionarios que, habiendo dejado pasar de largo la revolución, querían creer que en este respecto no se distinguían de los demás.
(…) No era una idea política ni una consigna revolucionaria, ni un complot, ni un motín, sino un movimiento espontáneo, que redujo súbitamente a cenizas todo el viejo régimen. Aquí, la espontaneidad adquiere un carácter casi místico.
(…) ¿Cuál fue la actitud de los bolcheviques? En parte, ya lo sabemos. Los principales dirigentes de la organización bolchevista clandestina que actuaba a la sazón en Petrogrado eran tres: los ex-obreros Schliapnikov y Zalutski, y el ex-estudiante Mólotov. Schliapnikov, que había vivido durante bastante tiempo en el extranjero y que estaba en estrecha relación con Lenin, era, desde el punto de vista político, el más activo de los tres militantes que constituían la oficina del Comité central. Sin embargo, las Memorias del propio Schliapnikov confirman mejor que nada que el peso de los acontecimientos era desproporcionado con lo que podían soportar los hombros de este trío. Hasta el último momento, los dirigentes entendían que se trataba de una de tantas manifestaciones revolucionarias, pero en modo alguno de un alzamiento armado. Kajurov, uno de los directores de la barriada de Viborg, a quien ya conocemos, afirma categóricamente: “No había instrucción alguna de los organismos centrales del partido... El Comité de Petrogrado había sido detenido y el camarada Schliapnikov, representante del Comité Central, era impotente para dar instrucciones para el día siguiente.”
La debilidad de las organizaciones clandestinas era un resultado directo de las represiones policíacas, las cuales habían dado al gobierno resultados verdaderamente excepcionales en la situación creada por el estado de espíritu patriótico reinante al empezar la guerra. Toda organización, sin excluir las revolucionarias, tiende al retraso con respecto a su base social. A principios de 1917, las organizaciones clandestinas no se habían rehecho aún del estado de abatimiento y de disgregación, mientras que en las masas el contagio patriótico había sido ya suplantado radicalmente por la indignación revolucionaria.
(….) Los bolcheviques no tenían en la Duma fracción alguna: los cinco diputados obreros, en los cuales el gobierno del zar había visto el centro organizador de la revolución, fueron detenidos en los primeros meses de la guerra. Lenin se hallaba en la emigración con Zinóviev, y Kámenev estaba en el destierro, lo mismo que otros dirigentes prácticos, poco conocidos en aquel entonces: Sverlov, Rikov, Stalin. El socialdemócrata polaco Dzerchinski, que no se había afiliado aún a los bolcheviques, estaba en presidio.
(…) Si el partido bolchevique no podía garantizar a los revolucionarios una dirección prestigiosa, de las demás organizaciones políticas no había ni que hablar. Esto contribuía a reforzar la creencia tan extendida de que la revolución de Febrero había tenido un carácter espontáneo. Sin embargo, esta creencia es profundamente errónea o, en el mejor de los casos, inconsistente.
(…) La insurrección tenía en el partido de los bolcheviques a la asociación más afín, pero decapitada, con cuadros dispersos y grupos débiles y fuera de la ley. Y a pesar de todo, la revolución, que nadie esperaba en aquellos días, salió adelante, y cuando en las esferas dirigentes se creía que el movimiento se estaba ya apagando, éste, con una poderosa convulsión, arrancó el triunfo.
¿De dónde procedía esta fuerza de resistencia y ataque sin ejemplo? El encarnizamiento de la lucha no basta para explicarla. Los obreros petersburgueses, por muy aplastados que se hubieran visto durante la guerra por la masa humana gris, tenían una gran experiencia revolucionaria. En su resistencia y en la fuerza de su ataque, cuando en las alturas faltaba la dirección y se oponía una resistencia, había un cálculo de fuerzas y un propósito estratégico no siempre manifestado, pero fundado en las necesidades vitales.
En vísperas de la guerra el sector obrero revolucionario siguió a los bolcheviques y arrastró consigo a las masas. Al empezar la guerra la situación cambió radicalmente; los sectores conservadores levantaron cabeza, llevando consigo a una parte considerable de la clase. Los elementos revolucionarios viéronse aislados y enmudecieron. En el curso de la guerra la situación empezó a modificarse, al principio lentamente, y después de la guerra de un modo cada vez más veloz y más radical. Un descontento activo iba apoderándose de toda la clase obrera.
(…) El ejército había visto aumentar sus efectivos enormemente, incorporando a sus filas a millones de obreros y campesinos. No había nadie que no tuviera a alguien de su familia en el ejército: a un hijo, al marido, al hermano, al cuñado. El ejército no se hallaba separado del pueblo, como antes de la guerra. La gente se veía con los soldados con una frecuencia incomparablemente mayor, los acompañaba al frente, vivía con ellos cuando llegaban con permiso, conversaba con ellos sobre el frente en las calles y en los tranvías, les visitaba en los hospitales. Los barrios obreros, el cuartel, el frente, y en un grado considerable la aldea, se convirtieron en una especie de vasos comunicantes. Los obreros sabían lo que sentía y pensaba el soldado. Entre ellos se entablan conversaciones interminables acerca de la guerra, de los que negociaban con ella, acerca de los generales y del gobierno, acerca del zar y la zarina.
El soldado decía, hablando de la guerra: “¡Maldita sea!”, y el obrero contestaba:
Más importante es todavía otro aspecto de la cuestión, que nos lleva ya fuera de los muros del cuartel. La sublevación de los batallones de la Guardia, que fue una sorpresa para los elementos liberales y socialistas que actuaban dentro de la ley, no fue inesperada, ni mucho menos, para los obreros. Y sin esta sublevación no habría salido a la calle el regimiento de Volinski. La colisión producida en la calle entre los obreros y los cosacos, que el abogado observaba desde su ventana y de la cual dio cuenta por teléfono a un diputado, se les antojaba a ambos un episodio de un proceso impersonal: la masa gris de la fábrica había chocado con la masa gris del cuartel. Pero no era así como veía las cosas el cosaco que se había atrevido a guiñar el ojo de un modo significativo. El proceso de intercambio molecular entre el ejército y el pueblo se efectuaba sin interrupción. Los obreros observaban la temperatura del ejército y se dieron cuenta inmediatamente de que se acercaba el momento crítico. Esto fue lo que dio una fuerza tan invencible a la ofensiva de las masas, seguras de su triunfo.
(…) La Ocrana, al registrar los acontecimientos en los últimos días de febrero, consignaba asimismo que el movimiento era “espontáneo”, es decir, que no estaba dirigido sistemáticamente desde arriba. Pero añadía: “Sin embargo, los efectos de la propaganda se dejan sentir mucho entre el proletariado.” Este juicio da en el blanco; los profesionales de la lucha contra la revolución, antes de ocupar los calabozos que dejaban libres los revolucionarios, comprendieron mejor que los jefes del liberalismo el carácter del proceso que se estaba operando.
La leyenda de la espontaneidad no explica nada. Para apreciar debidamente la situación y decidir el momento oportuno para emprender el ataque contra el enemigo, era necesario que las masas, su sector dirigente, tuvieran sus postulados ante los acontecimientos históricos y su criterio para la valoración de los mismos. En otros términos, era necesario contar, no con una masa como otra cualquiera, sino con la masa de los obreros petersburgueses y de los obreros rusos en general, que habían pasado por la experiencia de la revolución de 1905, por la insurrección de Moscú del mes de diciembre del mismo año, que se estrelló contra el regimiento de Semenov, y era necesario que en el seno de esa masa hubiera obreros que hubiesen reflexionado sobre la experiencia de 1905, que supieran adoptar una actitud crítica ante las ilusiones constitucionales de los liberales y de los mencheviques, que se asimilaran la perspectiva de la revolución, que hubieran meditado docenas de veces acerca de la cuestión del ejército, que observaran celosamente los cambios que se efectuaban en el mismo, que fueran capaces de sacar consecuencias revolucionarias de sus observaciones y de comunicarlas a los demás. Era necesario, en fin, que hubiera en la guarnición misma soldados avanzados ganados para la causa, o, al menos, interesados por la propaganda revolucionaria y trabajados por ella.
(…) A la pregunta formulada más arriba: ¿Quién dirigió la insurrección de Febrero?, podemos, pues, contestar de un modo harto claro y definido: los obreros conscientes, templados y educados principalmente por el partido de Lenin. Y dicho esto, no tenemos más remedio que añadir: este caudillaje, que bastó para asegurar el triunfo de la insurrección, no bastó, en cambio, para poner inmediatamente la dirección del movimiento revolucionario en manos de la vanguardia proletaria.