Por Mateo Raudales
I
La universidad latinoamericana ha sido, desde el siglo XVI, un campo de la acción social. Ha definido sus contenidos en una correlación de intereses y principios que la mantuvieron hasta la Reforma de Córdoba en 1918, y todos sus brotes transnacionales, al margen de las contradicciones sociales y políticas de su tiempo y época.
La muy mencionada “autonomía universitaria” no ha sido tampoco garantía de un quehacer fundado en la inclusión e igualdad de acceso a los recursos y medios del conocimiento; más bien, la crisis por la democratización de universidad es una exposición transcultural de la ruptura de una generación en formación (la pequeña burguesía de principios del siglo XX), con otra que, para la década de 1990, se insertaba en las dinámicas neoliberales, poniendo entredicho lo anterior instituido sobre la universidad.
Para Centroamérica esto será más complejo. Entre 1870 y 1930 sucedió un proceso discontinuo de reformas liberales, discontinuo en cuanto que no tuvo una linealidad en cada país, no se delimitó en las mismas condiciones, ni se representó con los mismos actores. Honduras y Nicaragua no pudieron consolidar nunca las reformas; la intervención norteamericana cercó la consolidación de un mercado y una élite local, y fortaleció el clientelismo y las prebendas entre los grupos burocráticos de los gobiernos.
Guatemala y El Salvador construyeron Estados centrales sobre un fuerte ejercito profesionalizado como base política; el Estado central priorizó la formación de las élites y amplió la concesión de tierras para las economías agroexportadoras de enclave, pero también construye una legitimidad fáctica del poder liberal en el Estado. Costa Rica, por su parte, sin pronunciadas contradicciones entre las élites locales, la caficultura creó un mercado amplio sin una polarización entre el campo, la ciudad y sus agentes; y, por lo tanto, con un Estado central sin un aparato militar represivo.
A mediados del siglo XX, los regímenes centroamericanos otorgaban a las universidades estatales la “conquista” –bajo modos marcadamente distintos– de la “autonomía”; 1944 Guatemala, 1949 Costa Rica, 1957 Honduras, 1958 Nicaragua. En este período las élites económicas intentaron consolidar una institucionalidad que garantizará una racionalidad de la acción pública, el Estado-nacional sería garante de condiciones plenas para la inversión extranjera y la consolidación de un mercado local vinculado a las dinámicas internacionales: era necesario profesionalizar y secularizar la educación y la formación de mano de obra, las universidades entonces serían su medio.
De este proceso hay mucha discusión y perspectivas para abordarlas. En su contexto histórico, la “ruptura generacional” expuesta, evidenciada por la crisis de legitimidad no es más que el reflejo de una más grande: la crisis de hegemonía. Aquí la universidad pública se sitúa erráticamente ante la proliferación de universidades privadas y de nuevas modalidades de educación superior que, ante una generación renovada, no puede sino renegar de sus objetivos y quehacer; el Estado, y las élites que determinan sus relaciones de poder, ya no necesitan a la Universidad y ésta, contrayendo sus espacios y recursos, va reduciendo el acceso y la permanencia a través de una normalización más excluyente y selectiva, asimilando estándares y procedimientos de acreditación que ponen en contradicción su campo, su sentido y misión ante la sociedad, llevando así a otra crisis: la crisis institucional.
II
Este es el campo actual de la UNAH. Desde el 2010 una generación, alimentada por el Golpe de Estado fueron habilitando una propuesta crítica hacia una democratización de la universidad. Estudiantes, docentes y trabajadores, identificados como “personajes” periféricos a un Proceso de Reforma que, desde el 2004, asumían las autoridades verticalmente. Esa generación tuvo una experiencia disímil hasta 2015. Dieron forma a las primeras propuestas de organización, consolidaron una vida orgánica estudiantil, ampliaron la base de las asociaciones de carrera, fundaron núcleos de agitadores, organizadores y dirigentes como los Movimientos Independientes, además de visibilizar la condición corrupta y autoritaria del poder dentro de la UNAH. Toda esta generación se nutre de las experiencias barriales, células de organización popular surgidas desde la resistencia civil durante el Golpe de Estado; organizaciones de secundaria, escuelas de formación de izquierda, etc. Esta generación vivió una coyuntura crítica, se posicionó radicalmente en contra del Estado y sus aparatos represivos (ejército, policía, fiscalía) e ideológicos (universidad).
La acumulación de estas experiencias desembocó en dos momentos cruciales para comprender el estado actual del movimiento estudiantil. La toma del 2015 con la plataforma de la Mesa Amplia de Estudiantes Indignados (MAEI), y la toma de 2016 con la plataforma del Movimiento Estudiantil Universitario (MEU). La primera, no afiliada a la política de la Plataforma Indignada o de algún partido político en particular (PAC, LIBRE), toma el concepto de “indignación” para representarse ante un imaginario emergente de crítica a la acción burocrática corrupta, pero no radicalizado.
La coyuntura “antorchera” posiciona a un amplio sector de la clase media hondureña en un campo de acción comunicativo, donde la distribución de opinión por redes sociales –principalmente– fraccionó la visión de la ciudadanía ante la administración del erario público. Del mismo en modo en que se dio “apertura democrática” en Honduras, particularmente, a partir de finales de la década de 1970 por intereses coactivos del imperialismo “gringo”, previniendo la insurgencia popular; la embajada norteamericana lideraba para el 2015 una estrategia y propuesta transversal para Guatemala y Honduras denominada: CICIG o CICIH, respectivamente.
En este escenario surge otra generación. Una vinculada a la “opinión-verdad” de los medios de comunicación. La política se tras-torna en las redes sociales, imprimiendo una imagen más light, legalista y mediática al conflicto y la lucha por el poder y sus medios. Esta generación, herencia funesta de pactos, rencillas, cabildeos, medios coercitivos y resoluciones conciliatorias, forma muy rápidamente una imagen muy distante de soluciones a la crisis universitaria expuesta por una generación dispersa, desgastada y criminalizada.
En el MEU se afrontan radicalmente estas dos generaciones. Su dirección inicial organiza las estructuras y discursos con una sobrellevada experiencia que permitió una distribución de tareas bien lograda en cada espacio y grupo social: el MAU logró agitar las bases, Ciencias Sociales politizar y formar estrategias, Derecho generar propuestas legales e Ingeniería disponiendo su extensa base molesta y afectada por la coyuntura específica de las Normas Académicas. La experiencia de la “generación del golpe” se plasmó en una maduración de discursos, mecanismos y prácticas de luchas. Sin embargo, la institucionalidad fue profundizando la criminalización dando apertura a una “urgente” reconsideración de objetivos: pasando de derogación de normas académicas a un diálogo que permitiera la libertad de los y las compañeras, con ciertos subterfugios como la participación estudiantil.
Este momento fue asumido por la generación “indignada” o “antorchera”, desplazando de la plataforma a su antecesora generación en la dirección del movimiento estudiantil. No pendiente de la ausencia de formación y sobre las mismas estructuras de organización durante una huelga, el MEU no pudo dar respuesta a una ola de reacción conservadora que tomó por asalto a las asociaciones de carrera: desde biología, nutrición, microbiología, filosofía, psicología, economía, hasta historia. La autonomía de los MI (Movimientos Independientes) y de las restantes asociaciones igualmente se fue diluyendo. Sin ser una asamblea, las reuniones de Comisión Política decidían deliberadamente asuntos colectivos relacionados a la vida estudiantil; enterrando progresivamente el perfil que, tan alusivos a la “opinión-verdad”, fueron perdiendo sin comprender las reglas estratégicas de poder mediático y sus redes.
Esta reacción conservadora toma formas variadas. Su principal generalidad es la desmoralización de la comunidad estudiantil. El estudiante no pudo materializar en logros concretos los acuerdos del 28 de julio de 2016, asumiendo una actitud apática a la convocatoria del MEU. De la misma forma, el MEU fue incapaz de convertir un recurso político de la organización, en una necesidad de las bases o bien de las masas. Por ejemplo, el consenso de Reglamento Electoral Estudiantil no tuvo un respaldo legítimo de las asociaciones de carrera, primero, porque la discusión fue lograda en una célula no representativa de la huelga para consensuar posiciones entre Centros Regionales, que se tornó en un espacio político de decisión; segundo, porque los momentos del consenso no fueron delatados como un proceso de construcción, sino de revisión y debate a propuestas aún más reducidas; tercero y último, la comunidad estudiantil no sólo desconociendo este proceso, era indiferente a su objetivo o beneficio.
Reconocer estas condiciones es crucial para ampliar las discusiones sobre estrategias y escenarios de las asociaciones de carrera ante un arrebato conservador de sus dirigencias. La reticencia de las autoridades universitarias por dar participación a la representación de las asociaciones de carrera, ha cambiado. La oportunidad de consolidar un precedente institucional de la universidad es urgente, en especial después de dos crisis estudiantiles que cuestionaron la “gobernabilidad institucional” de la UNAH; y que ahora, con un grupo de dirección ávido de conciliaciones, acuerdos y prerrogativas (MEU), puede negociar la “representación legitima” tan necesaria para dar buen visto a un Proceso de Reforma Universitaria que ha hundido sus procesos en una política de selección y exclusión.