Por León Trotsky
El día 4 de junio, la fracción bolchevista leyó en el congreso de los Soviets, convocado para tratar de la acción de guerra que Kerensky preparaba en el frente, una declaración presentada por mí. En ella, hacíamos notar que la acción planeada era una aventura que podía poner en peligro la existencia del ejército ruso. El Gobierno provisional, ajeno a todo, seguía embriagándose con vanos discursos. El ministro consideraba aquella masa de soldados, removida hasta el tuétano por la revolución como una especie de dúctil arcilla con la que podía hacer cuanto se le antojase. Kerensky recorría el frente, juraba, amenazaba, se arrodillaba, besaba el suelo, se hartaba de hacer payasadas sin contestar ni a una sola de las preguntas que atormentaban al soldado. Dejándose llevar por efectismos baratos y apoyado en la mayoría del congreso de los Soviets, ordenó el ataque. Cuando se produjo el desastre que los bolcheviques habían previsto, no se supo hacer cosa mejor que acusar a los propios bolcheviques como culpables. Empezó una campaña furibunda. La reacción, atrincherada detrás del partido de los kadetes, nos acosaba por todas partes y pedía nuestras cabezas.
Las masas habían perdido toda la confianza en el Gobierno provisional. Petrogrado seguía siendo, como en la primera etapa de la revolución, la vanguardia más avanzada. En las jornadas de Julio, esta vanguardia tuvo el primer choque abierto con el Gobierno de Kerensky. No era todavía el alzamiento, que había de sobrevenir; era un simple combate de patrullas. Pero aquel choque bastó para demostrar que Kerensky no tenía detrás de sí, como pretendía, al ejército “democrático”; que las fuerzas en que se apoyaba contra nosotros eran, en realidad, las fuerzas de la contrarrevolución.
Tuve noticia de la sublevación del Regimiento de ametralladores, y de la proclama que dirigían al resto de las tropas y a las fábricas, el día 3 de julio, estando en el palacio de Taurida, durante la sesión. La noticia me sorprendió. El movimiento había brotado por su propio impulso, de su propia conciencia de poder, por iniciativa anónima de abajo. Al día siguiente, tomaba mayores vuelos, alentado ya por nuestro partido. El palacio de Taurida estaba impotente de gente aquel día. No se oían más gritos que éste: “¡Todo el Poder a los Soviets!” Un tropel sospechoso, que se mantenía retraído a la puerta del Palacio, cogió a Tchernof, Ministro de Agricultura, y lo metió en un automóvil. La multitud no parecía interesarse gran cosa por la suerte que pudiera correr el ministro; sus simpatías no estaban, manifiestamente, de su parte. Pronto se supo dentro que habían detenido a Tchernof y que su persona se encontraba en peligro.
Los socialrevolucionarios decidieron emplear autos blindados para ir en rescate de su caudillo; estaban nerviosos viendo decrecer su popularidad, y querían enseñar el puño. A mí me pareció que lo mejor era saltar también al coche y ver cómo salíamos de entre aquella multitud, para luego poner en libertad al prisionero. Pero el bolchevique Raskolnikof, teniente de la flota del Báltico, que había traído a la manifestación a los marineros de Cronstadt, insistía, muy excitado, en que era necesario ponerlo inmediatamente en libertad, para que no se dijese que le había detenido su gente. En vista de esto, busqué el modo de acceder a su pretensión. Pero es mejor que le ceda la palabra al propio Raskolnikof. “Es difícil-cuenta el expansivo teniente, en sus Memorias-decir cuánto hubiera durado todavía la excitación turbulenta de la multitud, a no haber sido por la intervención del camarada Trotsky. De un salto, se puso en la delantera del automóvil y, haciendo con el brazo ese gesto enérgico y rotundo del que se ha cansado ya de esperar, demandó silencio. En un instante, hízose un silencio absoluto; no se oía una mosca. Leo Davidovich, con su voz alta, clara, metálica, pronunció un pequeño discurso, que terminó con esta frase: “Todo aquel que desee que se cometa algún acto de violencia contra Tchernof, que levante la mano... Nadie despegó los labios-prosigue Raskolnikof-, nadie replicó una palabra. ¡Ciudadano Tchernof, está usted libre!-exclamó Trotsky, con tono solemne-, y volviéndose con todo el cuerpo al Ministro de Agricultura, le invitó con un gesto a salir del coche. Tchernof estaba más muerto que vivo. Yo mismo le ayudé a bajar. El ministro, con el semblante desmadejado y expresión de tortura, subió las escaleras con paso vacilante y desapareció en el vestíbulo de palacio, mientras Leo Davidovich, satisfecho de su triunfo, se alejaba también.”
Prescindiendo del ambiente de patetismo, perfectamente superfluo, la escena está fielmente contada. No importa: la Prensa enemiga no tuvo inconveniente alguno en decir que el causante de la detención había sido yo, que quería que linchasen al ministro. Tchernof, ante estas imputaciones, guardaba silencio pudorosamente: para un ministro “del pueblo” era duro tener que reconocer que no debía la cabeza precisamente a su popularidad, sino a la intercesión de un bolchevique.
No cesaban de enviarnos comisiones, pidiendo, en nombre de los manifestantes, que el Comité ejecutivo se hiciese cargo del Poder. Tcheidse, Zeretelli, Dan, Goz, entronizados en la presidencia como fetiches, no se dignaban dar respuesta alguna a las comisiones, se quedaban mirando para la sala o se miraban, misteriosos e inquietos, unos a otros.
Los bolcheviques hicieron uso de la palabra para apoyar las pretensiones de los comisionados, que hablaban en nombre de los soldados y los obreros. Los señores de la presidencia seguían callando. Esperaban, sin duda. ¿Qué era lo que esperaban?... Así pasaron varias horas. Ya tarde de la noche, en las bóvedas del palacio, empezaron a sonar gritos de victoria en forma de toques de trompeta. La presidencia resucitaba, como galvanizada por una corriente eléctrica. Alguien vino a comunicar solemnemente que el Regimiento de Wolyn llegaba del frente para ponerse a las órdenes del Comité ejecutivo central. La “democracia” se había convencido de que en toda la gigantesca guarnición de Petrogrado no había un solo cuerpo de tropa del que pudiera fiarse.
Fué necesario esperar a que llegase del frente un brazo armado. ¡Cómo cambió de pronto la decoración! Las comisiones fueron expulsadas del salón; ya no había palabra para los bolcheviques. Los caudillos de la democracia decidieron vengarse en nosotros del miedo que les habían hecho pasar las masas. Desde la tribuna del Comité ejecutivo cerníanse sobre la sala tonantes discursos, hablando de una rebelión armada que, afortunadamente, habían sofocado las tropas fieles a la revolución. partido bolchevique fué declarado partido contrarrevolucionario. Y todo, por la llegada del Regimiento de Wolyn. A los tres meses y medio, este Regimiento se pasaba como un solo hombre al lado de los que derribaron el Gobierno de Kerensky.
En la mañana del día 5 tuve una conversación con Lenin. El asalto de las masas había sido rechazado en toda la línea.
-Ahora-me dijo Lenin-nos fusilarán, primero a uno y luego a otro, ya lo verá usted; es su momento.
Pero Lenin daba excesiva importancia a nuestro enemigo, no porque a éste le faltase la furia, sino porque le faltaban la capacidad y la decisión para actuar. No nos fusilaron, aunque le anduvieron muy cerca. En las calles, todo el mundo era a insultar y golpear a los bolcheviques, y los “junkers” asaltaron y saquearon el palacio de la Tchessinskaia y la imprenta de la Pravda. Toda la calle delante de la imprenta estaba sembrada de cuartillas. Allí hubo de perecer, entre muchos otros originales, el de mi folleto polémico ¡A los calumniadores! La escaramuza de patrullas se convertía en una campaña sin enemigo. Y el adversario quedó vencedor, sin lucha y a poca costa, pues nosotros decidimos no darle batalla.
Nuestro partido salió duramente castigado. Lenin y Zinovief hubieron de ocultarse. Practicáronse numerosísimas detenciones, acompañadas casi todas de sus correspondientes palizas. Los cosacos y los “junkers” les quitaban a los detenidos el dinero, a pretexto de que era dinero “alemán”. Muchos de los que se habían embarcado con nosotros y se decían más o menos amigos nuestros, nos volvieron la espalda. En el Palacio de Taurida nos proclamaron contrarrevolucionarios, lo cual nos dejaba, en realidad, a merced del primero que quisiera quitarnos de en medio.
La dirección del partido dejaba bastante que desear. Faltaba Lenin. El ala de Kamenef empezaba a levantar la cabeza. Muchos de los directivos-y entre ellos contábase Stalin-se estaban cruzados de manos, esperando a que se desarrollasen los acontecimientos para dar luego rienda suelta a su sabiduría. La fracción bolchevista del Comité ejecutivo central, sentíase huérfana en aquel Palacio de Taurida. Me envió una comisión a rogarme que tomase la palabra para definir la situación política del momento: yo no estaba todavía afiliado al partido, pues habíamos decidido aplazar este trámite hasta el congreso que estaba a punto de celebrarse. No hay que decir que acepté el encargo muy de buen grado.
Aquel compromiso adquirido con la fracción bolchevique me imponía esos deberes morales que imponen las alianzas en una plaza asediada por el enemigo. En mi discurso dije que, pasada esta crisis, nos esperaba un rápido triunfo; que las masas, cuando viesen probada nuestra lealtad a la idea por los hechos, se vendrían entusiastamente con nosotros; que en tiempos como aquellos había que vigilar de cerca a todos los revolucionarios, pues en momentos tales, los hombres se pesaban en una balanza que no mentía.