Por Olmedo Beluche
La Revolución Rusa es uno de esos acontecimientos que marcan la historia del mundo con “un antes y un después”. Las circunstancias que le dieron origen, como la Primera Guerra Mundial, demostraron a la humanidad que el capitalismo mundial (imperialismo) es el sistema de explotación económica más bestial que haya existido, capaz de sacrificar la vida de millones de seres humanos en la búsqueda de la ganancia capitalista. Cada generación que “olvide”, o no haya aprendido de esa experiencia, está condenada a volver a sufrir las consecuencias, como sucedería con la Segunda Guerra Mundial y en cada crisis capitalista, como todavía acontece 95 años después. Los europeos de hoy deben estar sintiendo un “deja vù”. Para no mencionar a los millones que en África, Asia y América Latina han padecido permanentemente las miserias de la expoliación capitalista.
La Revolución Rusa marcó un hito porque mostró que la acción consciente de millones de personas puede encontrar caminos alternativos al “imperio del mercado” y acercar un poco la utopía de una sociedad justa y democrática. Durante varias generaciones el optimismo y la esperanza se irradiaron desde Petrogrado y Moscú hacia el resto del mundo, dándole fuerza moral a millones de personas a realizar hazañas como: la derrota del fascismo, la Revolución China, la independencia del mundo colonial africano y asiático, o la Revolución Cubana en América.
En Panamá, la Revolución Rusa impulsó el nacimiento de la primera central sindical (el Sindicato General de Trabajadores) y el Movimiento Inquilinario de 1925, reprimido por la soldadesca yanqui. Sus líderes fueron: el internacionalista Blásquez de Pedro, de origen español, y personas como Cristóbal Segundo y Domingo H. Turner, quienes fundaron el Grupo Comunista hacia 1920 y el Partido Comunista en 1930.
Lamentablemente la Revolución Rusa se fue quedando aislada, al no triunfar las revoluciones en occidente (en particular Alemania) como esperaban sus dirigentes, para luego entrar en franca degeneración. Muerto Lenin, le tocó a José Stalin el triste papel de convertirse en sepulturero, literalmente, de la generación revolucionaria de 1917. Los que no tuvieron la suerte de morir por enfermedad, acabaron en el paredón o en los campos de Siberia. Una casta social, la burocracia soviética, se hizo con el poder para usufructuarlo en beneficio de sus privilegios más escandalosos. El comunismo, el socialismo, la democracia soviética, la dictadura del proletariado, se convirtieron en conceptos que denotaban todo lo contrario de lo que debían significar. Diríamos que se volvieron en un chiste, si no fuera porque fue una gran tragedia y una burla enorme.
Los acontecimientos de 1989, cuando la misma burocracia, que hasta el día anterior se disfrazaba de “comunista”, procedió a convertirse en la nueva mafia capitalista de Rusia y Europa oriental, le dieron completa razón histórica a León Trotsky, legendario dirigente del 17 que alcanzó a denunciar “la revolución traicionada” por la degeneración stalinista, hasta que fue asesinado en 1940.
Las nuevas generaciones, que han entrado a la vida consciente en los últimos veinte años, para comprender este proceso degenerativo pueden mirar las recientes y vomitivas sesiones del Congreso del Partido “Comunista” Chino, en las que delegados vestidos y actuando como elegantes empresarios, bajo el supuesto adjetivo de “comunistas”, sostienen un modelo económico plenamente capitalista que produce jugosas ganancias a empresas multinacionales norteamericanas, a costa de someter a los trabajadores chinos a la semiesclavitud.
Parte de la crisis que vive el movimiento obrero mundial y la aparente ausencia de alternativas a la globalización neoliberal, estriba en que la degeneración stalinista prostituyó el verdadero sentido de los objetivos por los que luchaba la clase trabajadora en el siglo XIX y principios del XX. Socialismo o comunismo, dejaron de ser sinónimo de la aspiración a una sociedad en que todos los seres humanos puedan vivir en libertad satisfaciendo sus necesidades vitales, sin explotación ni opresión, sin privilegios para unos pocos. La “dictadura del proletariado” se transmutó en una dictadura a secas. Lo que llevó a muchos trabajadores al escepticismo.
El presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, hizo un gran aporte al popularizar el concepto de “Socialismo del Siglo XXI”, que da a entender claramente que luchamos por un socialismo que supere la degeneración del stalinismo, predominante en el siglo XX. Aunque luego sea legítimo debatir si el régimen venezolano es “socialista”, “capitalismo de estado” o simplemente “capitalismo”, lo trascendental es que Chávez abrió una trocha por la que la vanguardia de esta nueva generación puede rescatar lo positivo de la experiencia pasada y rechazar conscientemente los “errores” o degeneraciones.
En este sentido, uno de los aportes principales de la Revolución Rusa, sobre el que no se ha reflexionado suficientemente, y que merece rescatarse, es que ese proceso fue acompañado por la autoorganización de los trabajadores en un organismo que era, a la vez, de debate democrático y de unidad en la lucha: los Consejos de Obreros, Campesino y Soldados, o Soviets, para usar la palabra rusa que les dio fama.
Los soviets surgieron espontáneamente en la Revolución Rusa de 1905, y se repitieron en la de 1917. Esos organismos no fueron creados por línea de ningún partido, ni el Bolchevique de Lenin, ni el Menchevique, los crearon los trabajadores movilizados y en huelga. Los soviets eran realmente asambleas de trabajadores por fábricas (en el 17 se extendieron al campo y al ejército) que debatían de todo: la política del gobierno, las propuestas de los partidos de izquierda u obreros, las acciones de huelga y movilización, etc. John Reed, fundador del Partido Comunista norteamericano, que vivió como testigo de excepción la Revolución del 17, da cuenta de los increíblemente democráticas que eran esas asambleas en su libro “Diez días que estremecieron al mundo”.
Las asambleas por fábricas elegían a sus voceros o delegados que les representaban en asambleas o soviets distritales y nacionales. La proporción de la representación dependía del momento político. Los soviets se convirtieron en la verdadera representación de la clase trabajadora, dando paso a una forma de democracia superior a la “democracia representativa” del capitalismo. La democracia soviética fue superior a la democracia burguesa porque unía el debate con la acción directa. Sus delegados expresaban el estado de ánimo de las asambleas, y estos podían ser removidos por ella si dejaban de representar sus opiniones. A tal punto los soviets o asambleas expresaban el poder naciente de la clase trabajadora frente al Estado capitalista, que Lenin, al volver del exilio en abril de 1917, sintetizó en una consigna, que hicieron suya millones de personas, la esencia de la revolución en curso: “Todo el poder a los Soviets”.
Contrario a los que algunos puedan creer, al principio, el partido de Lenin (Bolchevique) era bastante minoritario en los soviets, en los que prevalecían los partidos obreros moderados que proponían apoyar un gobierno “democrático” de los capitalistas. Pero fue ese carácter de organismos de debate democrático, a la vez que instrumentos para la acción y la movilización, lo que permitió la maduración de la conciencia de los trabajadores rusos a medida que comparaban las propuestas de los partidos con los hechos que se sucedían.
Los soviets, o asambleas, o consejos, no han sido una práctica exclusiva de la experiencia rusa, todo lo contrario. Cada vez que se abre un proceso revolucionario en cualquier país surgen espontáneamente formas de autoorganización obrera y popular de tipo asambleario. En su lucha, la clase trabajadora echa mano de la experiencia de cada país, ya se trate de un sindicato, de una comuna, coordinadora, etc., dándole una forma “soviética”, es decir, asamblearia. Sin embargo, sólo en Rusia este mecanismo logró sostenerse por tanto tiempo, evitando que la revolución sucumbiera. Por lo general, los organismos de este tipo son episódicos, surgen y desaparecen según sea la suerte del proceso general.
El problema que tenemos en el Siglo XXI, es que seguimos bajo el influjo de los métodos antidemocráticos del stalinismo y, bajo distintos ropajes y excusas, incluso en nombre del “partido revolucionario”, los aparatos partidarios tienden a impedir el surgimiento o a destruir o desnaturalizar los organismos democráticos que los trabajadores crean en sus luchas. Cuando los aparatos políticos copan para controlar los organismos asamblearios de los trabajadores, y destruyen su funcionamiento democrático, para imponer “la línea”, cortan el proceso de maduración de la conciencia de la clase, pues desaparece el organismo mediante el cual se ejecuta la reflexión y la acción política de la vanguardia obrera y popular.
Al ahogarse la democracia obrera, la movilización tiende a decaer y el proceso revolucionario se estanca o retrocede, ya que la mayoría de los trabajadores de base se hacen a un lado, pasando su lugar a ocuparlo exclusivamente la militancia de los aparatos políticos, hasta que finalmente, un solo partido acaba controlando todo el organismo para someterlo como un instrumento de su política particular.
El socialismo consecuente del siglo XXI debe rescatar de la Revolución Rusa la experiencia de los soviets, pues en ellos se encarna no solo el instrumento con que la clase trabajadora puede dotarse de unidad y fuerza para enfrentar al régimen capitalista, sino que lleva en sí mismo la forma de una democracia superior a la “democracia representativa” corrupta del capitalismo. Y es en esa democracia obrera donde está concentrada la posibilidad madurar “la conciencia en sí”, para transformarla en “conciencia para sí”, y de donde emana la fuerza moral de millones de personas para acometer el gran salto adelante que significará la construcción de la sociedad socialista.