Por Oliverio Mejía

La victoria de varios gobiernos de centro izquierda o progresistas en América Latina es catalogado por diversos actores políticos y académicos como un nuevo ascenso de la marea rosa.

Recordemos que a inicios del presente siglo asumieron diversos gobiernos denominados pos neoliberales en América Latina, entre los que destacaban unos de cuño más radical, que rompieron con algunos de los elementos principales que conformaron el Consenso Neoliberal de Washington, caracterizados por achicar el Estado con el fin de satisfacer la tasa de ganancias de la burguesía y el imperialismo. Estos gobiernos fueron los de Ecuador, Bolivia y Venezuela y algunos otros como el de Zelaya en Honduras.

Por otro lado, se dieron gobiernos ubicados más al centro izquierda, como en Argentina, Brasil, El Salvador, Paraguay, Uruguay, y algunos incluyeron los gobiernos de Bachelet en Chile y el de Colom en Guatemala. Un caso especial es el de Daniel Ortega, caracterizado por la convivencia con los grupos de la oligarquía nicaragüense en su afán de consolidarse como una fracción burguesa y otro caso el del FMLN en El Salvador.

La primera marea rosa

La característica general de estos gobiernos es que asumen la administración del Estado capitalista, partiendo desde jornadas de movilización popular contra los efectos que las políticas neoliberales con su arsenal de privatizaciones, reducción del gasto público y liberalización económica, que afectaron a la clase trabajadora.

Otra situación que configuró el devenir de esos gobiernos fue que convivieron con un crecimiento de los precios de las materias primas, lo que permitió mejorar el gasto público, impulsando políticas levemente distributivas, aumentando la cobertura de servicios sociales privatizados en la etapa neoliberal, pero sin una total recuperación de éstos para el Estado y sin una mayor profundización en lo que respecta a modificar la estructura fiscal regresiva.

Lo más radicales fueron las nacionalizaciones o el control mayoritario del petróleo por parte del Estado en Venezuela y del gas en Bolivia, aunque nunca se logró una total industrialización y una ampliación de la matriz productiva y, en el caso del primer país, el actual gobierno de Maduro a reprivatizado parte de la actividad de petrolera.

La emergencia de estos gobiernos llevó a fuerzas pequeño burguesas de centro y de izquierda a convertirse en administradores de los intereses del capital, limitando tenuemente las ganancias de la burguesía, y a una mayor intervención estatal. Paradójicamente, la economía de la mayoría de países, sobre todo en Sudamérica, se reprimarizó y se pasó del Consenso de Washington al Consenso de los Comodities, a partir de orientarse hacia el neoextractivismo en un contexto global de mejora de los términos de intercambio comercial en la división mundial del trabajo.

El interregno conservador

El agotamiento del modelo implementado por los gobiernos pos neoliberales, provocado sobre todo por la caída de los precios de las materias primas tras la crisis global de 2008, se manifestó en un estancamiento económico y aumento del costo de la vida sobre la clase trabajadora que se expresó en protestas como las de Brasil en 2013, o en Chile contra el gobierno de centro izquierda y el posterior de derecha, generando un retorno de gobiernos de derechas en varios países de la región.

Como parte de este giro podemos incluir también el rumbo cada vez más autoritario de gobiernos como el de Maduro y el de Ortega, que se convirtieron en fracciones burguesas y con la persecución no solo a opositores de derecha, sino contra luchadores sociales de izquierda, que combaten las políticas de ajuste.

La nueva ola

Primeramente, asumió Andrés Manuel López Obrador y su partido Morena, que, desbancando a la alianza de derecha PAN-PRI-PRD bajo un programa nacionalista, intenta revertir algunos elementos neoliberales, como la privatización de la producción de energía por medio de una mayor participación de la capital nacional; por otro lado se ha caracterizado por mejorar los ingresos de los trabajadores, pero sin romper con acciones odiosas para las clases trabajadoras como la subcontratación.

A su vez ha impulsado la continuación de políticas extractivistas, obteniendo la oposición de las comunidades indígenas y campesinas; renegoció el acuerdo de libre comercio de Norteamérica, manteniendo las ventajas a las empresas estadunidenses dueñas de la industria ensambladora en el norte de México; al igual que una política migratoria caracterizada por detener la libre movilidad de los migrantes, con la recién creada y militarizada Guardia Nacional, actuando  como extensión de la policía de fronteras gringa.

Por otro lado, la victoria de Gustavo Petro, un ex guerrillero del M19, en un país asolado por la guerra, el terrorismo de Estado y el paramilitarismo de la derecha, genera expectativas en la clase trabajadora colombiana. Los gobiernos de Petro, como el de Boric y Castillo son reflejos distorsionados de la lucha de clases; en Colombia, las movilizaciones contra las políticas neoliberales de Iván Duque, ligado con el paramilitarismo de Álvaro Uribe, exigían en las calles la renuncia de ese odioso gobierno; pero la dirigencia de la izquierda reformista de Pacto Histórico canalizó esa energía al evento electoral, logrando una victoria sin precedentes ante un candidato outsider de derecha.

Las expectativas anunciadas en el programa de Petro y su coalición, versan sobre la negociación de los grupos armados de izquierda y de derecha, dejar atrás el modelo centrado en la explotación de bienes naturales e implementar una redistribución agraria negociada con las FARC-EP, pero que no limita el latifundio. En la conformación de su gabinete, Petro lo llenó de ex funcionarios vinculados con partidos de las facciones burguesas rivales del uribismo.

Por otro lado, está el gobierno de Pedro Castillo, candidato de Perú Libre en alianza con otros partidos de izquierda, un ex sindicalista docente del SUTEP, después de unas disputadas elecciones con la extrema derecha de Keiko Fujimori de Fuerza Perú. Este prometió la revisión de los contratos de explotación minera, la profundización de la reforma agraria iniciada en los setenta por los militares y la convocatoria de una Asamblea Constituyente.

Una vez en el gobierno, Castillo inició una serie de malabares, ante la embestida de la ultra derecha fujimorista y otras expresiones ultra conservadoras, y se alejó del partido que le llevó al gobierno, a lo que se suma la configuración del gobierno peruano, donde los ministros tienen que tener el visto bueno de las mayorías del Legislativo y donde las fuerzas de derecha lo han logrado boicotear; a  eso se suman las investigaciones de la fiscalía por presuntos favores a familiares en otorgar concesiones en obras. En ese contexto, la clase trabajadora y los pueblos indígenas han salido a protestar contra el alto costo de la vida, contra el incumplimiento de las promesas de Castillo, específicamente la convocatoria de la constituyente, pero sobre todo contra las maniobras golpistas de la derecha que buscan declarar la vacancia presidencial.

¿Retroceso en Chile?

En el momento en de escribir esta nota se están dando los resultados del plebiscito para la aprobación de la nueva constitución chilena. Con una participación del 85% de un universo de un poco más de 15 millones votantes habilitados -el voto fue obligatorio- ganó el Rechazo con 61.86 %, mientras que el Apruebo se ubicó en apenas el 38.14 %.

¿Cómo se explica está situación, cuando al inicio el proceso constitucional y la instalación de una Convención Constitucional fue aprobado con un 80 %? La instalación de la Convención contó con menos participación, votando el 60 %, dónde la gran sorpresa fue la emergencia de los partidos de izquierda como el Frente Amplio (FA) y el Partido Comunista (PCCH), así como una serie de listas independientes nacidas al calor de las luchas sociales contra el gobierno conservador de Sebastián Piñeira, pero que se fueron diluyendo a falta de un programa claro. Todas estas fuerzas se impusieron sobre los partidos de derecha (UDI y Renovación) y la ex Concertación (Democracia Cristiana y Socialistas), partidos que sostuvieron el modelo neoliberal con el retorno a la democracia en 1989.

Este proceso también se asentó en las movilizaciones contra el gobierno neoliberal de Piñeira y que tienen como antecedentes las movilizaciones estudiantiles que se dieron desde el primer gobierno de Bachelet, y que fueron evolucionando a la exigencia de cambiar la constitución anti popular de la época de la dictadura de Pinochet. Durante el segundo gobierno de Bachelet y la alianza de la Nueva Mayoría (ex Concertación y Comunistas), se pretendió instalar un proceso constituyente pero mediatizado por estás fuerzas políticas burguesas.

Con la llegada del segundo gobierno de Piñeira, la movilización nuevamente adquirió fuerza. Primero los estudiantes contra la mercantilización de la educación, de trabajadores contra el régimen laboral anti derechos, de los pueblos indígenas contra la usurpación de su territorio, que fue salvajemente contestada por la extensiva represión de parte de la militarizada Policía de Carabineros. Así, el tema de una constituyente popular y revolucionaria se fue materializando.

En las calles de Chile la consigna fue, al igual que en Colombia, fuera Piñeira y sus fuerzas de seguridad represoras; sin embargo, los partidos políticos burgueses, como el Socialista, la Democracia Cristiana, junto a los de la derecha, a lo cual se sumó el FA, impusieron un Acuerdo por la Paz Social que desmovilizó la protesta y canalizó el descontento por vía de la institucionalidad burguesa. El PCCH por su parte, que ejerce influencia en la principal central sindical, si bien lo cuestionó, tomo una actitud pasiva.

Se dieron elecciones presidenciales, donde el candidato Gabriel Boric, en una alianza entre el FA y el PC, gana en segunda vuelta en noviembre de 2021 contra José Kast, otro exponente de la anti política ultra derechista pinochetista, apoyado por los demás partidos conservadores. La victoria de Boric fue un componente nuevamente distorsionado de la movilización social, cuyo objetivo inmediato era cerrarle paso al pinochetismo.

El rechazo al texto constitucional tiene que ver no solo con las campañas miedo anti comunistas de la oligarquía chilena y la derecha, por ejemplo en el tema de las autonomías indígenas, sino que desde el acuerdo firmado, se cuidó de no eliminar los elementos fundamentales del modelo capitalista; si bien hay un amplio reconocimiento de derechos sociales, políticos, laborales, económicos, sexuales, etc., demandas sentidas como la nacionalización de la industria del cobre o de los fondos de pensiones, no fueron tomado en cuenta.

Además, la Convención Constitucional nunca fue un órgano de poder revolucionario, dependiendo de los órganos tradicionales del Estado, la presidencia y el Congreso. A su vez, la fuerza organizativa tras la rebelión contra Piñeira nunca se cohesionó, y por tanto, no pudo darle soporte a incitativas anti capitalistas y socialistas y menos aún, a medidas ejecutivas desde la constituyente.

Por último, el gobierno de Boric, el cual era visto con razón cómo parte del proceso constituyente, a los pocos días de asumir, su popularidad fue cayendo, como producto de la continuidad de la militarización en la región Mapuche al sur y de no iniciar un proceso serio de desmilitarización de los carabineros, dejar de lado la exigencia de justicia contra la represión de Piñeira, así como el oponerse a que los pensionistas pudieran sacar parte de sus retiros para afrontar la carestía de la vida,  por la presión de la burguesía financiera, que es dueña de estos fondos.

Al momento del cierre de esta nota, los estudiantes realizan movilizaciones en Santiago, exigiendo la gratuidad de la educación, la cual no quedó en texto constitucional rechazado, y anunciando luchar en contra de herencia pinochetista y por una nueva Constitución, la cual tendría por fuerza que tener un horizonte socialista y ser un órgano de doble poder revolucionario.

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