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De la división de poderes: al régimen de la Seguridad Democrática

Por Hermógenes Maza

El Socialista No 632, Bogotá, Colombia.

En medio de la crisis que corroe todas sus instituciones, la burguesía adelanta remodelaciones de fachada y refuerzos estructurales. Ese es el sentido de la discusión en torno al proyecto de reforma política, elaborado por la ‘Comisión de Notables’ y retocado por el gobierno, y la reforma al aparato judicial que prepara Uribe para presentar al parlamento. Pero es tan evidente la intención de atornillarse en el poder, por parte del estrecho círculo que controla hoy el aparato del Estado, que los proyectos de reformas para enfrentar la crisis, provocan más crisis; crisis que no amenaza la estabilidad del régimen pero lo obligan a endurecerse, para eso son las reformas anunciadas.

La Santísima Trinidad

 

Uno de los mitos sobre los que se asienta la democracia colombiana es la división de poderes. En la escuela nos enseñan que el Estado se divide, como la Santísima Trinidad, en Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El legislativo estudia y expide leyes, el Ejecutivo administra y gobierna, y el judicial vigila y castiga para que se cumpla la ley. Cada una de las ramas del poder público debe rendir cuentas a las otras a través de múltiples mecanismos legales. Además de estos poderes hay organismos de control como la Procuraduría o la Contraloría, y la Constitución del ’91 creó otros nuevos, como la Defensoría del Pueblo, aunque al lado le puso a la Fiscalía. Una red de pesos y contrapesos que debería permanecer en equilibrio velando por el “bien público”.

 

 

La realidad es otra, el Estado moderno es un poderoso aparato de dominación de los privilegiados sobre los explotados y oprimidos. En algunos momentos parece tener independencia de las clases sociales, pero es fácil detectar la imposición de los intereses de los grandes propietarios (industriales, comerciantes, terratenientes y banqueros, empresarios nacionales y extranjeros) sobre el conjunto de la sociedad.

 

En Colombia, a esta condición estructural de clase, se le agregó la tradición de un ejercicio violento del poder. La concentración a sangre y fuego de la propiedad de la tierra, primero, y la urbanización e industrialización forzadas después, fueron la base material sobre la que se levantaron partidos políticos clientelistas, un parlamento corrupto, un ejecutivo autoritario, unas fuerzas armadas criminales y un aparato judicial moroso y venal. Los propios organismos de control y el servicio diplomático son también la caja menor para pagar favores políticos y repartir puestos.

Remodelando el establo

 

Los partidos políticos y el parlamento son dos de las instituciones más desprestigiadas del país. Los primeros por ser empresas electorales que viven del tráfico de influencias y la compra de votos, el segundo por sus absurdos privilegios y por legislar de espaldas a los grandes problemas del pueblo colombiano. Con la Constitución del ’91 se dijo que sus problemas serían superados: las leyes electorales y de partidos y los reglamentos disciplinarios se presentaron como la panacea para sus males. Pero, contrario a lo anunciado, nada cambió.

 

Con el ascenso de Uribe al gobierno este proceso degenerativo ha dado un salto. De la noche a la mañana fue creada una gavilla de partidos alrededor del presidente que hicieron mayoría en el parlamento para aprobar todos sus proyectos. Lo único que ha limitado este monopolio han sido los escándalos de la parapolítica y la yidispolítica. El primero por ser la confirmación del control de los paramilitares sobre el Estado y el segundo la ratificación de que la corrupción es también una herramienta utilizada por Uribe.

 

El destape de la parapolítica no inmutó al Presidente, ordenó a sus parlamentarios seguir aprobando leyes “mientras se los llevaban a la cárcel”. De hecho la Fiscalía ya empezó a poner en libertad a los primeros detenidos “por falta de pruebas”. Y frente a la acusación de haber comprado los votos que permitieron la aprobación de la primera reelección presidencial Uribe ha declarado, siguiendo el ejemplo de Ernesto Samper, que ocurrió a sus espaldas.

 

No obstante eso, el gobierno necesita resanar las profundas grietas en la fachada de utilería del régimen para que Colombia siga pareciendo “la democracia más vieja de América Latina”, por eso ha propuesto una reforma política.

Reforma para política

 

Para remozar a los partidos políticos tradicionales y al parlamento, algunos piensan que lo que se necesita es pactar nuevas leyes para evitar la “infiltración” de delincuentes en sus filas e impedir que sean elegidos. Uribe dijo estar de acuerdo, pero todo fracasó cuando se planteó la exclusión inmediata de los congresistas investigados por parapolítica y la declaratoria de “silla vacía” (la curul no podría ser ocupada por el suplente). Sabía que se buscaba debilitar la hegemonía uribista en el Congreso y obligarlo a negociar los planes gubernamentales. Pero el más importante de ellos es la reelección. Con los cinco millones de firmas presentados exigiendo un referendo, la principal discusión legislativa será la convocatoria del mismo. (Ver recuadros)

Reforma a la justicia: bruta, ciega, sordomuda

 

Un petardo para dinamitar el plan de Uribe para la segunda reelección fue el destape de Yidis Medina quien acusó al Presidente de haberle comprado el voto. La acusación involucró al exministro del Interior Sabas Pretelt y a Diego Palacio, el repudiado ministro de la ‘Desprotección’ Social. La investigación llegó a la Corte Suprema que halló culpable a Yidis y colocó a la Corte Constitucional ante la disyuntiva de declarar ilegal la primera reelección de Uribe. La Constitucional se salió por la tangente declarando el acto legislativo como cosa juzgada, es decir irreversible.

 

Para tratar de evitar que esta situación se siga presentando Uribe ha hecho hasta lo imposible por copar las altas cortes, incidiendo en el remplazo de sus miembros, al tiempo que desprestigia a los magistrados y acorrala al poder judicial. Pero como este patalea, ahora pretende reformarlo.

 

Tradicionalmente la justicia es representada como una dama con los ojos vendados que porta una balanza en una mano y una espada en la otra, símbolo de su imparcialidad y rigor. Pero a Uribe no le basta que sea ciega, la quiere bruta y sordomuda. La sabiduría popular lo define con precisión: “la justicia es para los de ruana”. Con el proceso al paramilitarismo, la parapolítica y el narcotráfico esto se ha demostrado hasta la saciedad. Mientras se pudren en la cárcel los acusados de delitos menores, la mayoría de ellos empujados por su miserable condición social, los criminales de cuello blanco, y también los que tienen ensangrentadas las manos, se pasean por el parlamento, escriben en los grandes diarios, son protagonistas de los medios de comunicación masiva o ingresan sin restricciones a la Casa de Nariño. Y a los que tienen más secretos para declarar, los extraditan para que los juzguen en EE.UU., les brinden beneficios judiciales y oculten sus nexos con empresarios, transnacionales y políticos liberales y conservadores. La justicia queda entonces al desnudo, como un aparato cuya cúpula es incondicional del régimen burgués, mientras los jueces de a pie se mueven entre la corrupción y las amenazas.

 

Para subordinar aún más a este aparato, Uribe promueve una reforma que combina la zanahoria y el garrote: por un lado ofrece amplias prebendas a los altos magistrados, como períodos más largos de ejercicio, cooptación de sus miembros, y administración autónoma de un multimillonario presupuesto. Por el otro lado los amenaza con publicar el “roscograma” (el nombramiento clientelista de familiares de los magistrados en altos cargos administrativos) y los acusa de conspirar para derrocarlo.

 

Los magistrados, por su parte, se han dedicado a provocar escándalos, señalando que desde la Casa de Nariño se persigue a los jueces. En realidad el mal llamado “choque de trenes”, no tiene otro objetivo que negociar los términos de la reforma, pues en lo que se conoce del proyecto, Uribe pretende colocar a la Corte Suprema, trinchera de la oposición liberal, bajo el control de la Corte Constitucional, pues en ésta la mayoría de los miembros son afectos al presidente. Hacia el próximo futuro, léase tercer mandato, estos mismos magistrados controlarían todo el poder judicial, con un “roscograma” institucionalizado por la reforma.

 

El curso que vaya a tener este proceso de blindaje del régimen ultrarreaccionario de la Seguridad Democrática estará determinado, como siempre, por el desarrollo de la lucha de clases. O, en este caso —ante la ausencia de los trabajadores y los pobres en las calles exigiendo sus derechos y defendiendo las libertades democráticas— por el choque de intereses entre los privilegiados. Pero, por ahora, Uribe, como el monarca francés Luis XIV, ha logrado consolidar un poder que le permite afirmar: “El Estado soy yo”.

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Democracia a la colombiana

 

Colombia es señalada con frecuencia como “la democracia más vieja de América Latina”. Con esto recuerdan que, mientras el resto del subcontinente atravesó un período de dictaduras militares, en nuestro país se ha realizado periódicamente, desde hace más de medio siglo, la elección popular de los diversos cuerpos legislativos y la presidencia de la república. Mucho más tarde se extendió el ejercicio electoral a alcaldes y gobernadores ampliando así, supuestamente, la democracia. Lo que siempre olvidan señalar es que más de la mitad de este tiempo, durante el Frente Nacional, liberales y conservadores pactaron la repartición de los cargos del Estado, excluyendo y persiguiendo a la oposición política, cuando no podían comprarla —como hicieron con la Alianza Nacional Popular (Anapo) del exdictador Gustavo Rojas Pinilla, para que accediera Misael Pastrana a la presidencia.

 

Tampoco recuerdan que bajo éste régimen, supuestamente democrático, se ha institucionalizado el uso de la violencia contra las organizaciones gremiales y políticas de los trabajadores y los sectores populares, hasta niveles de exterminio, como ocurrió con la Unión Patriótica y los sindicatos de trabajadores agrícolas, entre otros. Esta realidad señala a Colombia como uno de los países más violentos del mundo. Aunque “La Violencia” de los años ’50 dejó como saldo trescientos mil muertos, el régimen democrático lleva a cuestas más de medio millón de muertes violentas y además -sólo en las dos últimas décadas- ha logrado desplazar a cuatro millones de personas de las zonas rurales hacia los tugurios urbanos. La culminación de este proceso ha adoptado un nombre paradójico: “Seguridad Democrática”. Es este régimen represivo el que Uribe quiere convertir en una política de Estado.

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Las perlas de la reforma política

 

La intención del proyecto de reforma política que ha presentado al gobierno, se evidencian mirando algunos de sus puntos.

 

Democratización interna de los partidos: Dice tener como principios rectores “la transparencia, objetividad, moralidad y el deber de presentar y divulgar sus programas políticos”, sancionando, por ejemplo, la doble militancia, pero se permite el cambio de partido hasta seis meses después de que entre en vigencia la norma, o se autoriza la renuncia de un funcionario público para que participe en las elecciones por otro partido. Así se preparan los uribistas para negociar con el Partido Liberal y el Conservador el retorno a sus toldas.

 

Deja en manos del Congreso la reglamentación de sanciones para que quien no cumpla las normas. Podemos estar seguros que dichas sanciones no se aplicarán a los actuales parlamentarios, dándoles tiempo para lavar los votos con los que obtuvieron la curul.

 

Personería jurídica: baja el umbral para obtenerla del 3 al 2 % de los votos efectivos para Cámara o Senado. Se lo presenta como un incentivo para los partidos pequeños, pero en realidad es una garantía para las pequeñas bandas de parapolíticos que hoy apoyan a Uribe, de paso buscan el acuerdo con el Polo Democrático, cuyas expectativas electorales están cada vez más diezmadas.

 

Deja en manos del Consejo Electoral la revocatoria de candidaturas de personajes inhabilitados por sus nexos criminales. Se lo muestra como medida preventiva, pero, en la práctica, en lugar de sanción judicial tendrán negociación política del retiro de sus candidaturas.

 

Cofinanciación de las campañas: las campañas de los partidos “constituidos legalmente” serán financiadas por el Estado. Los avalados serán financiados parcialmente, reponiendo gastos de acuerdo a la votación obtenida. Pero todos pueden acudir a la financiación privada. En síntesis, del erario público saldrá plata para las campañas, pero los empresarios podrán seguir repartiendo plata a cambio de contratos y leyes.

 

Carrera profesional y concurso de méritos: como medida para estabilizar su base política, Uribe quiere vincular una masa gigantesca de funcionarios públicos, a costa de quienes llevan décadas como provisionales. En este proyecto se plantea que todos los empleados del Estado serán de carrera, si no son de libre nombramiento, o por elección popular. De hecho, Uribe quiere darle estabilidad a su clientela, después de nombrarla mediante concursos amañados, por los próximos años.

 

Suplencias: vuelve y juego el cuento de acabar con el ‘carrusel’ que montan los congresistas para pactar acuerdos políticos; no habrá reemplazos “a menos que la ausencia sea por muerte, incapacidad absoluta o renuncia justificada”. Y quienes sean condenados por la justicia no podrán ser reemplazados. Como quien dice, la “silla vacía”, sólo se hará efectiva después de varios años, que es lo que se toma la justicia para el proceso. El parapolítico, como hasta ahora, podrá seguir expidiendo leyes, como propuso Uribe “mientras se lo llevan a la cárcel”.

 

Las anteriores son sólo algunas de las perlas de la reforma, hecha a medida del Ejecutivo.

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Partidos y repartidos

 

El monopolio del poder a manos de liberales y conservadores establecido por el Frente Nacional degeneró en clientelismo. Un burdo sistema de compra-venta de votos que ha funcionado como pirámide, donde los manzanillos locales tributan su pequeño caudal a los caciques regionales y estos a su vez lo suman al gran jefe nacional. A cambio de ello, controlan el presupuesto estatal, reparten contratos y puestos. No se discuten principios, programas o planes de desarrollo, sino cuotas en las entidades del Estado. Las reglas de oro son el “miti-miti” y el “cvy” (como voy yo).

 

En ese caldo de corrupción se cocinaron todos los grandes jerarcas del bipartidismo, quienes, más que de estadísticas, son expertos en contabilidad electoral. Para sumar votos son capaces de aliarse hasta con el diablo. Y el diablo aceptó. Los casi 70 parlamentarios que están acusados de haber firmado pactos con los paramilitares y narcotraficantes, para controlar regiones, apoderarse del presupuesto estatal y de las tierras de los campesinos pobres, son sólo la punta del iceberg. Todos ellos sumaron sus votos para elegir y reelegir a Álvaro Uribe.

 

Para lavar esos votos, hoy se pretende hacer una “Reforma Política”, encargada a la medida a una “Comisión de Notables”. Lo único notable de esta comisión es que es encabezada por Humberto De la Calle, un tinterillo con sueldo de expresidente, por haber sido Ministro de Gobierno de César Gaviria, y amanuense de la Constituyente de 1991. Con ésta se estafó al pueblo colombiano, diciéndole que de allí iba a salir la solución a todos sus males, incluido el saneamiento de los partidos políticos. Diecisiete años después los partidos están más partidos y el presupuesto, mal repartido.

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