represion panama

Por Olmedo Beluche

Como buen exponente de los gobiernos de la derecha empresarial latinoamericana, y siguiendo los pasos de Felipe Calderón en México y otros colegas en el continente, el presidente panameño, Ricardo Martinelli fijó su doctrina frente a la delincuencia y les declaró formalmente “la guerra” en su discurso del “estado de la unión” criolla, el pasado 2 de enero de 2011: “Estoy en guerra con ustedes. No podrán contra el gobierno, contra la Policía, ni contra los panameños decentes. En nuestro gobierno les espera el hospital, la cárcel o el cementerio”.

Palabras admonitorias. Seis días después, ante los ojos atónitos del país, en vivo y a todo color por la televisión, siete adolescentes de entre 15 y 17 años, recluidos en la celda 6 del Centro de Cumplimiento de menores de Tocumen, fueron achicharrados mientras afuera un grupo de policías les gritaban: “aguanten, no querían ser hombrecitos”. El sadismo continuó (lo vimos todos por tv) cuando al fin fueron sacados de la celda en llamas y, con la piel despellejada, recibieron sus respectivos toletazos, mientras los mismos policías les decían: “niñas”, por estar llorando. Para colmo, estos siete fueron los únicos que no se habían sumado a la protesta de ese día contra las pésimas condiciones en que se les mantiene. Ninguno había matado. (La Prensa, 22 de enero de 2011).

Viendo la dantesca escena, “mi amigo Pepe” (el amigo de un amigo) me decía: “¿Será casualidad, y la vaina se les fue de las manos, o estos policías se inspiraron en el incendio ocurrido en un penal chileno pocos días antes? ¿Será casualidad que Martinelli y Piñera sean dos presidentes de la derecha empresarial y pase lo mismo en ambos países en tan corto lapso de tiempo?”. Pepe, que es muy suspicaz, agregó: “Lo que pasó es parte de un nuevo programa educativo para la juventud pobre: si te portas mal, mira lo que te puede pasar”.

Iniciaba de esta cruel manera la “guerra a la delincuencia” del gobierno panameño, en una ridícula y mala copia de lo que ya es un desastre en México, donde el pueblo pide que pare “la guerra de Calderón”, que ha causado decenas de miles de muertos y no ha resuelto absolutamente nada. Próximo a acabarse el “sexenio calderonista”, la “nación azteca” no es ni más segura, ni hay menos delito, ni menos narcotráfico.

Fracaso de Calderón, que será el de Martinelli, igual al fracaso de la llamada “seguridad democrática” de Uribe y su “guerra al narcoterrorismo” que no hicieron a Colombia un país más vivible, sino todo lo contrario: cuatro millones de desplazados, decenas de miles de muertos, centenares de ellos dirigentes sindicales y defensores de los derechos humanos, miles jóvenes inocentes “ajusticiados” (“falsos positivos”) para que algunos oficiales y soldados recibieran asuetos y premios que los ofrecían por matar supuestos guerrilleros.

Al igual que en todos los demás actos de gobierno de estos “cipayos” criollos, en esto no pasan de títeres de una política internacional dictada desde Washington hace décadas, y su “guerra al narcotráfico”. Guerra que, en cuanto a la disminución del tráfico de drogas y la delincuencia también es un rotundo fracaso, pero que da buenos réditos políticos, sólidos presupuestos militares, una política del miedo que ayuda a la dominación social y al control sobre su “patio trasero”.

Tratando de comprender, hice una relectura rápida de Michel Foucault (Vigilar y castigar, 1975): “La delincuencia, con los grandes agentes ocultos que procura, pero también con el rastrillado generalizado que autoriza, constituye un medio de vigilancia perpetua sobre la población: un aparato que permite controlar a través de los propios delincuentes, todo el campo social. La delincuencia funciona como un observatorio político”.

Y agrega Nayra (no aparece el apellido en Internet), una comentarista de Foucault para la revista Versus, que la delincuencia “legitima múltiples mecanismos de control sobre la población. Así la delincuencia se convierte en uno de los engranajes del poder”. Antes ha dicho, no sé si tomado de Foucault, que: “A finales del XVIII se soñó con una sociedad sin delincuencia, pero ésta era demasiado útil. Sin delincuencia no habría policía. La burguesía se burla completamente de los delincuentes, de su castigo o de su reinserción, que económicamente no tiene mucha importancia, pero se interesa por el conjunto de los mecanismos mediante los cuales el delincuente es controlado, seguido, castigado, reformado…”

Está claro, “la guerra a la delincuencia”, al narcotráfico o como la quieran llamar, para la clase dominante y la derecha ideológica enquistada en las fuerzas policiales y militares y, sobre todo en los medios de comunicación, nunca termina porque ella es el fin en sí (la guerra o estado de guerra) no la delincuencia. Está dirigida no sólo a los grupos delincuenciales, sino a toda la población. A través de esta “guerra” se busca legitimidad para el poder político. En nombre de la ciudadanía, y para “protegerla”, se gobierna contra el pueblo. Se “combate” la delincuencia, pero no se pretende acabarla, ni “reformar” al delincuente.

Eso se demuestra en el estado patético en que están las cárceles panameñas a las condiciones inhumanas en que viven los reclusos, el hacinamiento espantoso, la falta de agua, la pésima comida, la violencia tolerada y fomentada por las autoridades dentro de los penales, la ausencia casi absoluta de programas de resocialización porque a los gobiernos y a la burguesía les importa un pito con la vida de esa gente. Las cárceles, bajo la globalización neoliberal, han dejado de ser (o aspirar a ser) “reformatorios”. Las cárceles se han transformado en basureros humanos donde se echa a los indeseables.

Una comisión de diversos representantes de organismos de derechos humanos que visitaron el Centro de Cumplimiento en que ocurrió la tragedia o la masacre, no se como llamarla, corroboró el estado patético en que seguían recluidos los menores sobrevivientes quince días después de los hechos, es decir, días después de las promesas de “cambio” de la ministra y del llamado del presidente a que se haga “justicia”.

Al respecto dice Foucault que hay dos modelos de ejercer el poder, que se aplican bien al sistema penitenciario panameño: el modelo de la peste, es el ideal de las sociedades disciplinarias, donde el espacio está recortado, cerrado, vigilado y controlado; y el modelo de la lepra, que implica el tratamiento estigmatizador de exclusión y expulsión que se tenía en la Edad Media con los leprosos. Ambos son complementarios.

Pero me siento confundido, porque Foucault señala que la modernidad (capitalismo) inventó, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, las prisiones como sistema de castigo a los delitos, algunos con la perspectiva de que el delincuente se reformara, otros como forma de pago (en tiempo de reclusión) a la sociedad por el delito cometido. Y que eso separa la racionalidad moderna, en el derecho penal, de la visión medieval por la cual la cárcel era sólo un lugar transitorio mientras el delincuente esperaba su castigo mediante el suplicio público (la muerte o los azotes).

Mi confusión deriva de que lo sucedido a los siete menores recluidos en Tocumen parece marcar una involución al siglo XVII. La sociedad panameña ha sido retrotraída a la época del suplicio como espectáculo público, instrumento predilecto del poder despótico. Se borró, perdón, se quemó toda la racionalidad burguesa sobre el delito y las penas. Volvimos a la “caza de las brujas” y a la “quema de ellas”. Ha renacido la Santa Inquisición. ¿Será por eso que no hemos visto protestar contra estos hechos a ninguno de esos grupos “provida”, tan interesados en los embriones e indiferentes con los niños?

Alguien dirá que estamos exagerando, que se trata de un hecho aislado y “casual” no implica una política pública, pero eso riñe con las respuestas de un sector de la ciudadanía, debidamente emborrachada por algunos “comunicadores” que han empezado a alzar la voz a favor de los policías. Incluso en la vigilia de apoyo a las familias de esos muchachos, realizada el 26 de enero, un idiota montado en una Toyota Prado del año se atrevió a gritarle a los presentes que “hay que matar más”.

Vuelvo a las notas de Nayra sobre Foucault, donde cita J.M. Servan (1767): “Cuando hayáis formado así la cadena de las ideas en la cabeza de vuestros ciudadanos, podréis entonces jactaros de de conducirlos y de ser sus amos. Un déspota imbécil puede obligar a unos esclavos con unas cadenas de hierro; pero un verdadero político ata mucho más fuertemente por la cadena de sus propias ideas… sobre las flojas fibras del cerebro se asienta la base inquebrantable de los imperios más sólidos”.

Estas “cadenas de ideas” han sido forjadas, desde hace varios años, mediante campañas en algunos medios de comunicación que cada mañana despotrican contra la “inseguridad” y culpan de la situación a los jóvenes de los barrios pobres. Un siquiatra diría que se ha fomentado una nueva sicosis social, y acuñaría el término “neolaiafobia” (odio a la juventud). Odio fomentado contra toda evidencia fáctica, pues está demostrado que los adolescentes sólo participan de una parte ínfima de los crímenes y que, cuando se da el caso, siempre hay adultos detrás manipulándolos.

Neolaiafobia que los gobiernos y los diputados hacen caso prioritario, pues ya que no pueden resolver ningún problema social sin tocar los intereses de quienes financian sus campañas electorales, sí es posible desviar la ira social contra los “menores infractores”. El resultado es que, desde el gobierno del socialdemócrata Martín Torrijos hasta el de Ricardo Martinelli, en menos de cinco años, se ha reformado la legislación tres o cuatro veces para aumentar las penas a los menores y bajar la edad de imputabilidad hasta los 12 años!!

El “gobierno empresarial” está resultando toda una escuela política para mucha gente. Una escuela dura, en que a la brava el pueblo más bajo, el que no tiene empleo fijo, el que nunca tendrá jubilación, el que no sabe cómo poner la paila cada día, el que no tiene agua en su casa, está aprendiendo que los banqueros y magnates les importa un bledo con sus vidas y la de sus hijos e hijas, sólo les interesan sus cajas registradoras.

Porque esos siete muchachos, más niños que hombres todavía, no eran hijos de la clase media alta, ni menos de la alta, ni vivían Punta Pacífica, San Francisco o Costa del Este. Ellos eran hijos del barrio, del “gueto”, como ellos mismos lo llaman. No es casualidad, esos siete, y los miles de jóvenes adscritos a pandillas o que pululan en los barrios, carne de cañón para el narcotráfico (dirigido por elites que nunca van a la cárcel), son el despojo de un sistema capitalista en crisis que sólo les ha ofrecido: miseria para sus familias y ninguna esperanza para su futuro, salvo el dinero fácil de los narcos.

Decenas de miles de jóvenes panameños deambulan por el barrio, sin ir a la escuela ni trabajar. La deserción en la educación media supera el 40%. El desempleo abierto se ceba en el rango de entre 18 y 25 años, pese a que en Panamá trabajan hasta 90,000 niños que deberían estar estudiando.

En realidad, esos siete jóvenes aunque hayan delinquido y sean responsables de sus actos son, en última instancia, víctimas por triplicado: de un sistema social que los condenó a la miseria antes de nacer, de un sistema judicial inhumano que los maltrató y de la hoguera de una “guerra” hecha para beneficio de unos vampiros sociales.


 

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