Inforpress Centroamericana, Edición No 1845, publicado el 07/05/2010

En 1990 resultaba casi imposible que la economía de Nicaragua se deteriorase aún más. Y es que desde 1972, el país no levantaba cabeza. Aquel año un terremoto destruyó por completo la capital; después llegaron las insurrecciones y la Revolución, las principales ciudades se convirtieron en campos de batalla y la economía quedó paralizada; posteriormente estalló de nuevo el conflicto, la contrarrevolución, y con ella llegó más destrucción, el bloqueo económico de los EEUU y la implantación forzosa de un modelo de economía estatalizada que no supo satisfacer las necesidades de las mayorías. Nicaragua llegó aquel 25 de febrero de 1990 en el que la izquierda perdió el poder, en franco deterioro. Y quizás por ello, en los 20 años que han venido después los datos macroeconómicos solo han podido mejorar. Nicaragua llegó incluso a abandonar, entre felicitaciones, el club de los” países pobres altamente endeudados”, que elaboran el FMI y el BM. Actualmente ¿habrá cambiado ese panorama?

Pese a que desde mediados de 1988 el gobierno sandinista venía aplicando ya las recetas de ajuste del Fondo Monetario Internacional (FMI), la situación macroeconómica seguía fuera de control. Corría el año 1990 y la inflación se situaba en un promedio del 13 mil % (venía de 43 mil % en 1989), el dólar se cotizaba a 3 millones de Córdobas y la deuda externa representaba un 684% del PIB. Además, debido a la guerra y el mantenimiento de un ejército que llegó a tener 80 mil hombres (en la actualidad son menos de 10 mil), el Estado estaba gastando hasta un 40% del presupuesto en las fuerzas armadas. Tras ocho años de un conflicto bélico que tuvo como propósito primordial desgastar hasta donde fuese posible a la Revolución y un embargo comercial de los EEUU, Nicaragua registraba un deterioro económico que en 1989 el gobierno sandinista situó en US$ 17 mil millones.

El país se encontraba en una situación económica crítica y sin embargo la preocupación de la élites políticas discurría por caminos diferentes. El 25 de febrero de 1990, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) había perdido las elecciones presidenciales. El gobierno de la Revolución había sido derrotado en las urnas, pero aún dominaba, en importante medida algunas instituciones: la Policía, el Ejército, los sindicatos, los medios de comunicación, la justicia, una parte relevante de la economía…Y por ello, la transición tuvo que ser necesariamente pactada.

El Frente, en el discurso de Daniel Ortega aquella noche de derrota electoral, había prometido “gobernar desde abajo”; hacer valer su control efectivo sobre la sociedad para defender el modelo socialista que habían construido en los 11 años anteriores, frente al auge del neoliberalismo y el entonces emergente Consenso de Washington.

Esa era la idea dominante entre los militantes del FSLN. Sin embargo, llegada la hora de dejar el poder, entre febrero y mayo de 1990, se impuso una necesidad más urgente: conservar una parte del poder económico que habían acumulado durante los 80 para que el partido pudiese seguir contando con una base económica que le permitiese competir en las costosas elecciones de una democracia liberal.

Como escribiría años después el vicepresidente Sergio Ramírez, “si el sandinismo iba a pasar a la oposición, debía hacerlo dotado de suficientes bienes materiales, empresas, propiedades agropecuarias y medios de comunicación”. Surgieron así las famosas leyes 85, 86 y 88, que permitieron que todas las propiedades (viviendas, fábricas, fincas etc.) que habían sido expropiadas por el Estado durante la Revolución, pero que estaban siendo utilizadas por “terceros” a las que se las había entregado el gobierno (cuadros del FSLN, sindicatos, cooperativas etc.) podrían ser legalizadas. También se les otorgó estatus legal definitivo a todas las parcelas que habían sido repartidas durante la reforma agraria.

Este proceso, que fue conocido después como “la piñata”, es utilizado por la derecha, en la actualidad para señalar a los empresarios sandinistas de haber construido su riqueza ilegalmente. Sin embargo, nunca fue revertido por los sucesivos gobiernos liberales que llegarían después. Todavía ninguno de los actores que participaron en las negociaciones lo reconoce, pero hoy en día es bien conocido que hubo un pacto, y fue sellado, como sostiene por ejemplo Moisés Hassan en su libro “La maldición del Guegüense”, entre Humberto Ortega (hermano de Daniel, comandante de las Fuerzas Armadas y miembro de la Dirección del FSLN) y Antonio Lacayo Oyanguren (sobrino de Violeta Barrios y mano derecha de la presidenta).

Según la versión sostenida por Hassan Morales, que fue miembro de la Junta de Reconstrucción Nacional de 1979, y otros muchos expertos, la élite conservadora que accedió al poder con Violeta Barrios llegó a un acuerdo de gobernabilidad con el Frente, en el cual los sandinistas preservaban riquezas y a cambio ofrecían paz social. Quedaba inaugurada de esta manera la dinámica de pactos entre cúpulas que ha marcado la vida política del país desde 1990.

Una de las evidencias de que este acuerdo existió es que la presidenta Violeta Barrios emitió varias leyes que “estabilizaban la propiedad”, manteniendo los resultados de “la piñata” (Ley 209) y vetó otras que intentaron revertirla (como la Ley 133, que fue aprobada por el Parlamento y luego vetada), argumentando que debía “protegerse” la propiedad privada. Barrios emitió el decreto 10/90, uno de los primeros de su gobierno, que desconocía todas la expropiaciones que se habían realizado durante los 80, salvo las que se efectuaron directamente a la familia Somoza y su círculo más cercano (que eran muchas dado que controlaban alrededor del 25% del PIB). Sin embargo, en la práctica, solamente un pequeño número de propiedades fueron efectivamente devueltas. El Estado, de hecho, legitimó la apropiación personal que miembros del FSLN hicieron de bienes que habían sido nacionalizados, a través de la emisión de los Bonos de Pago por Indemnización (BPI), que sirvieron para compensar a quienes reclamaron haber sido perjudicados por la “arbitrariedad” de la Revolución. En total, se emitieron BPI por valor de unos US$ 1 mil 300 millones, que se han convertido en un lastre con el que el Estado aún deberá cargar por muchos años. De acuerdo con el último reporte de deuda interna del Banco Central, en el último trimestre de 2009, Nicaragua debía US$ 1 mil 170 millones; y de esa cifra, el 60% correspondía al pago de BPI.

Después de este “pacto original” en el que las dos cúpulas salieron beneficiadas, se sucederían otros acuerdos. El primero de ellos para el propio reparto de los BPI, que como señaló el economista Adolfo Acevedo, se convirtieron en sí mismos en otra “piñata”, aunque esta vez protagonizada por los sectores de la oligarquía que llevaron al poder a Barrios, esencialmente el sector bancario. Después de ello, la privatización de lo que fue la Corporación Nacional del Sector Público (CORNAP), que aglutinaba a decenas de empresas estatales que fueron vendidas a lo largo de 1990.

Entre reparto y reparto de propiedades fue avanzando la agenda del Consenso de Washington, marcada por la estabilización, privatización y desregulación.

Más ricos y concentración

Dada la precaria situación económica que se vivía en 1990 y el grado de destrucción en el que se encontraba la infraestructura básica, muchos de los indicadores económicos y sociales de Nicaragua no han podido más que mejorar en las últimas dos décadas. Así lo señala el estudio del Banco Mundial (BM) Informe de la Pobreza 2003-2005, indicando que esto fue cierto sobre todo durante la inmediata posguerra, sin embargo, desde entonces, señala el organismo, el país vive estancado, sin apenas progresos; ha conseguido estabilidad en lo macro, pero sin poder garantizar bienestar en lo micro. “A pesar del ambiente económico favorable, el país como un todo, esencialmente no vio cambio alguno entre 1998 y 2005 en el porcentaje de nicaragüenses viviendo en la pobreza”, concluye el BM.

Una enunciado breve, que sin embargo, encierra el reconocimiento tácito del fracaso del modelo económico de las últimas dos décadas, basado en disciplinar el gasto y crear un contexto “amigable” para los negocios. Y es que las políticas de ajuste estructural han logrado convertir a Nicaragua en un país que honra a tiempo sus deudas, que tiene una inflación y un tipo de cambio previsible; que ofrece al inversionista posiblemente la mano de obra más barata de América Latina y a los sectores dedicados a la agroexportación y el turismo amplías exenciones fiscales. Pero, ¿cuál ha sido el precio de este modelo?

Las estadísticas sobre pobreza ponen de relieve que el estancamiento en la mejora del ingreso de los ciudadanos ha sido uno de las consecuencias de este tipo de políticas. Así, aunque en 2006 salió del club de los países de renta de baja (al que en América solo pertenece Haití), al llegar a los US$ 935 anuales de ingreso nacional bruto, sigue muy lejos de la mayoría de estados de renta media, como por ejemplo Guatemala, que cuenta con un ingreso nacional bruto que supera los US$ 2 mil por habitante.

Entre 1993 y la actualidad, de hecho, la pobreza general –calculada por la capacidad de consumo- sólo se redujo del 50% a un 46%; y la extrema de un 19% al 15% actual. Medida según el índice de necesidades básicas insatisfechas (que no tiene en cuenta el ingreso si no el acceso a servicios básicos como agua, educación o una vivienda digna), la pobreza pasó del 75% en el 93, a un 72% hoy en día; y la indigencia del 46% al 36%.

Este pobre registro, como reconoce el propio BM, hubiese sido aún menor de no ser por las remesas, a la que la institución financiera atribuye haber sacado de la pobreza a un 4% de la población. En otras palabras, sin los dólares que envían los migrantes (500 mil en Costa Rica y otros tantos en EEUU), la tasa de pobreza en función del consumo seguiría ubicada en el 50%, igual que hace 17 años. Otros factores que el BM señala que han contribuido de manera importante a mitigar la pobreza no tienen igualmente nada que ver con ninguna planificación estatal; por ejemplo, la reducción de la natalidad que ha provocado que haya menos población dependiente (desde inicios de la década, por primera vez, la población en edad de trabajar está creciendo más que la población); y la mejora de los términos de intercambio para los granos básicos, que son en la actualidad entre un 30% y 40% mejores que hace diez años.

Los que sí han mejorado su estatus desde 1990 han sido los más ricos. Si en 1993 el decil (el 10%) de más ingresos poseía el 42% de la riqueza, en 2001 su participación había crecido hasta el 46%. Los beneficios, no obstante, se han concentrado en un círculo más reducido, el 1% de la población, que ha pasado de controlar el 13% del PIB en el 93, al 18% en la actualidad. A parte de los más adinerados, el único sector que ha mejorado su participación sobre la riqueza, aunque en porcentaje mucho menor, han sido los que están en el otro extremo. El decil más pobre pasó de generar el 0.4% a un 1.3%, un aumento de menos de un punto, cinco veces menos de lo que creció la riqueza de los más acaudalados. Todos los otros deciles, del segundo al noveno, redujeron su participación sobre el PIB en las últimas dos décadas.

Esta concentración de la riqueza ha ocurrido a pesar del aumento de la carga fiscal, que creció de un 12% en 1995 al 17% en 2008, lo que pone en evidencia que los impuestos no están cumpliendo su función redistributiva. Según explica Adolfo Acevedo en su estudio La Justicia Tributaria en Nicaragua, esto se ha debido fundamentalmente a que los impuestos que han crecido han sido los indirectos (el IVA pasó de representar un 29% de la recaudación a un 42%) y que el aumento del impuesto sobre la renta ha recaído sobre los asalariados y no sobre los capitalistas, que siguen sin ver gravados sus dividendos o los intereses que les producen sus cuentas bancarias; además de contar con grandes incentivos fiscales.

La persistencia de un grupo mayoritario de la población que no logra salir de la pobreza y la concentración de la riqueza han caminado a la par de la precariedad laboral. La afiliación a la seguridad social no ha dejado de caer. Si en 1990 el 21% de la Población Económicamente Activa (PEA) tenía un empleo con prestaciones, en 2001 sólo el 16% estaba inscrita al Instituto Nicaragüense de la Seguridad Social (INSS). La institución no recuperó el número de afiliados que tenía en 1987 hasta 1998, nueve años después. En 2008, cuando la población total ascendía a unos 5.7 millones, había 495 mil afiliados; en el 87, con menos de 3.5 millones de habitantes, los inscritos eran 311 mil.

La informalidad por tanto, ha sido un fenómeno creciente. En 1985 el sector informal empleaba al 52% de la PEA; en la actualidad la cifra sobrepasa el 70%. Además, aún dentro de los empleos considerados formales, un 20% son subempleos, trabajos que no permiten subsistir. Cifras que encajan con un país en el que sólo el 30% de los estudiantes acaban la secundaria y se emplea un 0.01% del PIB en formación técnica. En 1995 al Instituto Nacional Técnico (INATEC) se le destinaba más del doble, el 0.21% del PIB

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