Por Rael Oshun

Tempestad imprescindible

mensajera que proclama lucha

de pueblo

pueblo asfixiado a calor

sofocando sus sentidos el noticiero

golpeándolo el alza de precios

Habrá que acercar el pan

a la generación de pobres

que no encarcelaron

la que hablará en los libros

y gritará en el viento

Porque sus alas es el milagro

son a los que la lluvia viene

y se funde en ojos de niños

porque a ellos es caro el feliz cuento

Queda solo morir o luchar

y ya la madre Tierra ha hablado

advierte la popular lucha

con sigilo organiza a sus hijos

Y no estamos solos

ha enviado con lluvia el anuncio

hasta en torrencial fuerza

de borrasca en la noche

Noches sin días

días sin paz en la espera

solo la dictadura

enseñándonos los dientes

Por Luis Alvarenga

La imagen de Antonio Bonilla, titulada La cuarentena retrata el perfil de un hombre con la boca cubierta por una mascarilla, la prenda de moda de esta temporada virulenta. (Qué horribles son los nombres de ese pedazo de telas: mascarilla, tapabocas, cubrebocas, nasobuco…). El hombre tiene los ojos cerrados. Un verdor invade su cabeza. Un bosque de árboles triangulares lo cubre, ascendiendo, imaginamos, desde su espalda invisible y trepando por el occipital y cubriendo el parietal. Puede significar la muerte en vida: el cadáver en vida invadido por el verdor avasallante de la naturaleza que reclama su lugar. Puede significar también el reverdecer de la vida. O las dos cosas. La pandemia ha sido las dos cosas: la siega de vidas, muchas de ellas conocidas y entrañables; o el lento avance de la esperanza. Estas cosas surgen a raíz de este libro, Virulencia alfabeta, que reúne los textos poéticos y narrativos de nueve autores. La literatura en este tiempo de encierros, dictaduras y locura es una denuncia de la muerte y una proclama de esperanza.

Hacer una antología de textos literarios, surgidos en y por la pandemia y todo lo que en nuestro país la ha rodeado, es un acto necesario y valiente. Como lo dicen sus editores, los compañeros del colectivo Amate, “lo hicimos con el propósito de editar un testimonio literario sobre este período inédito y extraordinario en la historia de la humanidad, en el cual el virus nos ha reducido al fondo de la caverna ateridos por el miedo de la peste que, desatada e incontrolable, amenaza con destruir a hombres y mujeres sin distinción de razas, credos y filiaciones políticas.” Esta caverna es la caverna del encierro, del enclaustramiento que nos niega ver a otros seres humanos y nos obliga a cubrirnos la boca por el miedo. Pero la boca puede estar cubierta, mas no cerrada.

El silencio, que no es el silencio de la reflexión o el silencio del acto de crear, es lo que retumba en esa caverna desde la cual se ven aquellos pálidos reflejos de la realidad. Hacer literatura es siempre un acto necesario. Lo necesitamos en El Salvador ahora. Consignar, como lo hacen los nueve autores reunidos en este libro, los delirios del poder y anotar los verdores de la esperanza, o, reservar un lugar para la imaginación, ya sea esta de un futuro árido en el que amaneceremos más solitarios que nunca, o el de un amanecer distinto en el que por fin podamos reconocernos y mirarnos cara a cara, sin cubrebocas y sin encubrimientos, son las cosas que depara la literatura. Es lo que trae este libro, surgido de estos meses de encierro y miedo, pero también de esperanza y de búsqueda.

Por Horacio Villegas

Recuerdo a Orlando como aquel cipote del barrio que pletórico de juventud, se divertía en los asuntos inocentes y peligrosos de estas calles. Siempre estuvo invadido de problemas, nunca fue feliz. Resulta que su rostro mostraba su miserable vida de huérfano, sostenido por las ansias de vivir sin límites y a costa de fuertes situaciones. Era poeta, escribía sus poemas en hojas blancas y luego hacía un mosaico de escritos que ponía en el poste del alumbrado eléctrico de la “esquina”; algunos curiosos lo leían, otros como yo, apenas mirábamos unas cuantas líneas y huíamos de aquellas letras reveladoras y sufridas.

Una vez estuvo tan ebrio que intentó recitar poemas a una vecina, pero su imaginación era bloqueada por instantes que el alcohol provocaba; se rieron de él a carcajadas. La agresividad se adueñaba de él siempre que la bebida sujetaba sus recuerdos con ferocidad, y los sacaba a relucir con dosis extremas de tragedia y desdicha. En ese preciso momento se llenaba de rencor, caía al suelo por la embriaguez, y mascullaba de rabia a la vez que se tragaba el agua que caía de la abundante lluvia. Sus dientes estaban destrozados, líneas negras le cubrían sus encías, estaba magullado desde el abdomen al rostro.

Parecía no dolerle nada, su cuerpo había sido adiestrado para no sufrir dolor alguno, aunque desfallecía, abatido, por su interior vulnerable. Ya detestaba su existencia. A veces adornaba las aceras con su cuerpo tirado en los rincones más visibles. Una vez prendió fuego a la poca ropa que le acompañaba, al instante sorbió un trago de aguardiente con pastillas y se dejó caer del segundo piso de la casa de su amargada tía; vivió para contarlo, y desde luego culpó de todo a las hediondas botellas. La idea del suicidio le había concedido, por muy paradójico que pareciese, dosis de tranquilidad. Planeaba su muerte como un proyecto de vida; se miraba a sí mismo colgado de un árbol, desangrado por un accidente o herido de balas por gracia de la equivocación. Añoraba volver a ver a su madre recitándole poesía inventada; necesitaba verle de nuevo risueña y alegre, cantando en voz baja las canciones viejas de la radio.

Cada vez que caía de bruces al suelo, llegaban recuerdos a su mente que le trasladaban a lo más recóndito de su infancia: el aciago espectro del río que rodeaba su hogar; el puente de hamaca, que zigzagueaba con el mínimo viento; las raspaduras que recubrían sus rodillas por jugar sin cuidado en los escombros de su casa. Una vez tirado en el frío pavimento, le cedía paso al más duro y largo de los sueños. Orlando dejaba que su cuerpo fuera sostenido por los vecinos más atentos que le rodeaban; escenificaba la imagen del Jesús levantado por los ángeles luego de ser bajado yerto de la cruz. Vomitaba la cena por saciarse de guaro; llegaba cerca de las 7:00 pm a dejar el plato donde le regalaban la comida, especialmente la vecina de los perros y gatos abundantes. No faltaba quien rezara por su cambio rotundo, le aconsejaban seguir el camino de Dios. Los religiosos le encontraban casi siempre tirado en el suelo, y empezaban a balbucearle versículos enteros de sus bellas e infladas biblias.

Su madre lo llevaba en su regazo para luego mecerle hasta verle dormido, eso soñaba constantemente. Escupió sangre un día, el otro y el otro, hasta palidecer tanto que sus ojos se encogieron, sus cuencas se hundían, y su piel perdía el color moreno, adquiriendo un tono negruzco y violáceo. Antes de caer enfermo dormía en el pequeño patio de la vecina de los perros y gatos abundantes. Tres cartones le servían de abrigo, y si era recogido por aquellos vecinos atentos, tenía la suerte de ser arropado con cobijas brillantes, cual parecido al sudario del hijo de Dios.


Por Andrés Morales

Adentrarse en los caminos que llevan al centro de la ciudad es interesante. Muchos rostros que demuestran tristeza, suspicacia, alegría, intolerancia, bravura, locura y asco. El centro de Tegucigalpa está saturado de miradas inquisidoras; dormitantes, mientras ven el andar de los que caminan recios a sus labores.

De las muchas caras que se ven, las de los niños sugieren rareza y quizá curiosidad: son atentos, ávidos miradores de las acciones de sus hermanos adultos. Aprenden, mientras los sostienen los brazos de sus madres; mientras olfatean el hedor de las calles; mientras ven los cadavéricos cuerpos de los resistoleros; mientras se sorprenden al ver tirados los cuerpos de los borrachos.

Las mujeres, con sus miradas fascinantes, hunden un insospechado misterio en sus sonrisas: guarecen en su pecho, la materia que bullirá gritándole a la miseria. Ellas se pasean por el centro irguiendo sus miradas; congelan a su paso, expresiones de pudor, deseo y encanto.

Los ancianos, pareciera que estuviesen envueltos en una eterna mansedumbre. Sus voces se entremezclan con el campaneo de la catedral; y se confunden sus lamentos con el cavilar en voz alta de los enfermos mentales. Mientras el grito de un predicador asusta por lo estridente de su tono, un merodeador irrumpe el bolso de una fiel creyente. No es raro ver a un hombre destrozado en un rincón de un histórico edificio, estrujando su puño, mientras se ríe llorando por su botella vacía.

Tegucigalpa, su centro, es cómico: Trinidad Reyes y Cabañas pavoneándose por lucir el mejor sombrero de mierda de ave; Valle, resguardándose en un museo lleno de armas; el interior de la Biblioteca Nacional llena de asombros de sujetos invisibles; en la peatonal se escupe, pisotea e ignora la plenitud de un lienzo lleno de prodigiosas obras; y mientras es alta la fría noche en el centro, Morazán ya no vigila, por estar rodeado de purulentas, execrables y ruines “comidas rápidas”.

Por Ada Membreño

Revolucionarios de ayer que volvieron a la práctica del trueque, cambian sus fusiles por sillones reclinables y los sabrosos chilipucos por caviar,

La pañoleta roja por la corbata parecida a la de Obama

Sin faltar la pluma de Oro con la que firman los asocios

Pue' le digo que hay cambios comadre !

Cantores guerreros que musitaban con el pecho henchido "el pueblo unido jamás vencido"

Hoy le dan play a musicales raperos que piden votos

Aplauden galardones a poetas de derecha

Que alaban el capitalismo,

Lo mismo les da ciudad mujer que ciudad modelo,

Al fin que el color del Hueso es el mismo,

Pa' que no diga que no hay cambios comadre, !!

Brujas divinamente naturales,

Legendarias armadas con artillería libertaria,

Ahora son brujas putas embriagadas

Que venden hasta a la progenitora,

Polveadas hasta el alma, irreconocibles respingadas, quemaron las escobas combativas,

Y ahora usan aspiradoras de conciencias,

Vea usted los cachimbones cambios comadre.!!!

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