Historia

         

Por Rodrigo Quesada Monge[1]

                                                                       I

Si estamos de acuerdo con Lenin (1870-1924) quien, recogiendo la tesis de Rudolf Hilferding (1877-1941), sostenía que en el siglo diecinueve hubo dos grandes guerras imperialistas, reveladoras de muchas de las características que tendría la Primera Guerra Mundial (1914-1918), entonces nos resultará más fácil elaborar un recuento de los ingredientes históricos que establecen la naturaleza social, económica, política y cultural de esta última. Hilferding decía que la nueva era imperialista se anunciaba a sí misma con la primera guerra chino-japonesa (1 de agosto de 1894-17 de abril de 1895) y con la guerra hispano-antillano-norteamericana (25 de abril-12 de agosto de 1898). Según él, la adquisición y la repartición de posesiones coloniales regían la política exterior de la mayor parte de los estados imperiales del momento, provocando un continuo crecimiento de los ejércitos y de las armadas navales que condujo, inevitablemente, hacia la guerra como su consecuencia natural.

Otros autores, por su lado, sostuvieron durante bastante tiempo que el período posterior a la guerra franco-prusiana de 1870, fue un capítulo de la historia europea que puede recordarse por su tranquilidad y productividad. Se insistía que, en comparación con el período anterior (1815-1870), las revueltas populares, el desgaste sufrido por la mayor parte de las monarquías europeas, a raíz del esfuerzo que había significado derrotar a los ejércitos de Napoleón, y las constantes disputas por cuotas de dominio territorial habían quedado en el pasado. El peso específico otorgado a los movimientos de liberación nacional en América Latina, cuando menos, había sembrado la duda respecto a las viejas políticas imperiales, heredadas del siglo anterior. Es decir que las guerras de independencia en esta parte del mundo eran, más bien, la excepción y no la tónica en el patrón expansionista de los imperios coloniales desde el siglo XVI.

Pero la guerra franco-prusiana de 1870 también marcó el final de la formación de los estados nacionales en Europa Occidental, con la ineludible consecuencia de un fortalecimiento progresivo del aparato institucional del Estado[2]. De esta manera, la expansión europea, la cual significó primero la repartición de África y el final del aislamiento de China, tuvo lugar en medio de una serie ininterrumpida de guerras coloniales entre las potencias imperiales. En 1873, los rusos ocuparon la ciudad de Khiva, y los ingleses tomaron las islas Fiji; en 1874, los japoneses enviaron una expedición a la isla de Formosa (Taiwan); en 1876, Fergana fue tomada por los rusos; en 1877, Inglaterra se anexó Transvaal; en 1878-1880, la segunda guerra anglo-afgana tuvo lugar; en 1879 Bosnia fue ocupada; en 1881 Transvaal recuperó su independencia después de la primera guerra Boer y Túnez se convirtió en un protectorado francés; en 1882 Inglaterra ocupó Egipto; en 1884 despega oficialmente la política colonial alemana y se produce la guerra chino-francesa; en 1885 Burma Superior es tomada por los ingleses después de la tercera guerra anglo-burmesa y los italianos ocupan Masawa; en 1899 se funda Rodesia, lo cual provocó las consabidas rivalidades europeas en África contra el imperio británico. Todo esto para no mencionar solo los eventos principales que encontraron su expresión más violenta en la primera guerra chino-japonesa de 1894-1895, la segunda guerra anglo-boer de 1899-1902 y la guerra ruso-japonesa de 1904-1905.

Podríamos agregar incluso algunos datos estadísticos de relevancia, para establecer el perfil del crecimiento colonial europeo entre 1876 y 1900 (véase la tabla siguiente)

  

                                                   Tabla No. 1.

Porcentaje de crecimiento del territorio bajo dominio europeo (incluye a Estados Unidos) (1876 y 1900)

Lugar

1876

1900

Crecimiento en %

África

10.8%

90.4%

79.6%

Polinesia

56.8%

98.9%

42.1%

Asia

51.5%

56.6%

5.1%

Fuente: Karl Radek (1912). En Day y Gaido (2011). Op. Cit. P. 526.

El mentís que los datos arriba mencionados le daban al supuesto mito del capitalismo pacífico, ponían en evidencia la cháchara arrogante de los políticos y de los ideólogos europeos, para quienes ninguna de las confrontaciones registradas podría conducir a las potencias coloniales europeas a una guerra total. Dicho mito no se erradicó ni aún con la evidencia de que la expansión colonial europea en África y en Asia estaba provocando el surgimiento de una clara rivalidad entre ingleses y rusos, y entre franceses e ingleses. Esta rivalidad adquirió connotaciones diversas de acuerdo con la intensidad de las expansiones impulsadas por los gobiernos nacionales de estos países. Para algunos autores el imperialismo estaba teñido de motivaciones biológicas y filosóficas con las cuales se buscaba justificar el expansionismo europeo sobre África y Asia. Otros consideraban que si el imperialismo se traía al terreno político y económico se revelaban las verdaderas razones de tal expansionismo.

                                                            II

El que una nación o estado-nación como en la Antigüedad hiciera la guerra para consolidar sus fronteras, no era necesariamente imperialismo hasta el momento en que el poder naval y el terrestre se combinaban para expandir la dominación de un determinado estado sobre otras partes del planeta. El primer aspecto que llama la atención en el imperialismo moderno, anterior a la Primera Guerra Mundial, es la cantidad de poderes imperiales compitiendo uno contra el otro. Desde 1871, Inglaterra controla en Europa, África y Asia un área total de 4.754.000 millas cuadradas, ello incluye a unos 90 millones de personas. No se olvide que el área geográfica total del Reino Unido (Inglaterra e Irlanda) es de unas 121.000 millas cuadradas.

A partir de 1884 Alemania, por su parte, adquirió colonias en África, Asia y el Pacífico por un área de 1.927.820 millas cuadradas y una población de 13.5 millones de personas. Recordemos que el área total del Reino Alemán no superaba las 210.000 millas cuadradas. Desde 1880, Francia adquirió colonias con un área tres veces mayor a las tomadas por Alemania. Italia también participó de la repartición y adquirió colonias en África con un área de 188.500 millas cuadradas. Los Estados Unidos se hicieron de colonias en América y Asia, por un área de 172,000 millas cuadradas. Y Japón, finalmente, adquirió Formosa (Taiwan), la península coreana y parte de la isla de Sakhalin[3].

En la era de la expansión financiera del capitalismo, el papel del estado burgués tuvo que ampliarse con el fin de contener a las masas populares, cuyos estándares de vida se deterioraban todos los días debido a las políticas tarifarias. Y también para proteger a los capitalistas nacionales en su competencia por más y mejores mercados internacionales. Rudolf Hilferding advertía que el incremento en la compra y construcción de armamentos, la ampliación de la armada naval, la represión interna, la violencia y las amenazas a la paz internacional, eran las consecuencias evidentes de aquella política comercial mencionada arriba.

El primer período de la expansión colonialista hizo posible un poderoso crecimiento de la acumulación primitiva de capital. En realidad las colonias no eran importantes como mercados, a pesar de que sus recursos pudieran estar acelerando el desarrollo de la manufactura capitalista. Pero con el desarrollo de la industria de la maquinaria, las colonias se volvieron menos importantes, no sólo porque los mercados europeos se tornaron decisivos para un país como Inglaterra, sino también porque las colonias dependían políticamente de la madre patria. El crecimiento de la industria y de la marina inglesa hizo cada vez menos relevante la coerción política y militar.

Las colonias modernas, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, tenían un carácter completamente distinto. Ya no eran colonias de explotación, sino que eran pequeños mercados de los medios de consumo producidos en la madre patria. Pero también con el paso de la producción de bienes de consumo a bienes de producción, como los ferrocarriles y otros medios de transporte, las colonias se volvieron necesarias para los países imperialistas no como sitios de importación-exportación de capital, sino como lugares donde era posible trasladar partes del sistema capitalista europeo. Es decir, no eran las diferencias de precios de los productos generados casi con las mismas técnicas industriales en los países europeos las que creaban la condición colonial, sino el poder del estado capitalista que lograba establecer quién y cómo obtenía altas tasas de ganancia fuera de Europa. Inglaterra sería durante un buen tiempo ese estado. La obtención de altas tasas de ganancia era la motivación principal del colonialismo imperialista. Esto es, a través del envío de medios de producción a las colonias, de mercancías que por su naturaleza y sus condiciones materiales, los ferrocarriles por ejemplo, pudieran servir como medios de producción, lo que significaba medios de explotación del trabajo colonial.

                                                            III

No fue solo la existencia de una poderosa y bien armada fuerza naval la que le dio el poder a Gran Bretaña de manipular los mercados internacionales, sino el control geográfico de bahías y puertos, así como de estaciones de combustible para sus barcos. Por eso Alemania buscó desesperadamente la unificación nacional después de 1848, sobre todo su salida al Adriático y al Mediterráneo a través de Trieste en Austria, pues aspiraba a una porción del pastel colonial[4].

Rosa Luxemburgo (1870-1919) logró ver todo este escenario con mucha claridad. Sus ideas iban más allá de la simple concepción del imperialismo como un conjunto de teorías y prácticas de las potencias coloniales europeas utilizadas con fines puramente militares, racistas o ideológicos. De acuerdo con ella el problema militar, es decir el progresivo crecimiento de los ejércitos, la modernización de las armadas navales, el mayor control de puertos, mares, islas y bahías, en los que veía involucrarse cada vez más a las potencias coloniales europeas no era el tema de fondo. En el sistema capitalista no era posible hablar seriamente de paz y contra el militarismo, porque la guerra era un negocio el cual, articulado al expansionismo imperialista, impulsaba un acaparamiento cada vez mayor de mercados cautivos. La supuesta rivalidad entre potencias coloniales era en esencia una rivalidad por el mayor volumen de ganancia que era posible obtener con las posesiones de ultramar.

Rosa Luxemburgo sostenía que no era razonable creer en las ofertas de paz de parte de la burguesía industrial europea, pues el militarismo como tendencia no era otra cosa que una burda expresión de las necesidades de crecimiento material del sistema capitalista. Según ella la única manera de acabar con el militarismo era destruyendo al sistema capitalista. Las ofertas de paz hechas, desde 1912, en San Petersburgo, Londres o París, por las burguesías industriales de estos países reposaban sobre el control del crecimiento del armamento, pero no pretendían erradicar el militarismo.

A lo largo de quince años, entre 1895 y 1910, casi ninguno había pasado sin registrar una guerra. Pero todas tenían un propósito político más importante todavía: el fortalecimiento del militarismo y de las instituciones militares en Japón, los Estados Unidos, Rusia, Alemania e Inglaterra. Al mismo tiempo estos procesos agudizaron las revueltas populares en Turquía, China, Persia, India, Egipto, Arabia, Marruecos y México. La agudización de la situación llevó a la realización de acuerdos entre las potencias militares, que por el contrario intensificaron los conflictos entre ellas. La Entente entre Inglaterra, Francia y Rusia, contra Alemania, aceleró la crisis de los Balcanes, intensificó la revolución en Turquía, provocó las acciones militares de Rusia en Persia, e hizo que Turquía y Alemania se acercaran, provocando que los ingleses y los alemanes se detestaran aún más. El Acuerdo de Postdam (entre el 4 y el 6 de noviembre de 1910), agudizó la crisis en China, lo mismo que el Acuerdo Ruso-Japonés.

Aquel acuerdo, firmado entre Nicolás II de Rusia y Federico Guillermo II de Alemania, llevaba la intención de castigar a Gran Bretaña por su intento de traicionar los intereses rusos durante la crisis de Bosnia. Los dos emperadores discutieron sobre el ferrocarril de Bagdad, un proyecto anhelado por Alemania para incrementar su influencia sobre el Creciente Fértil. Contra la Revolución Constitucional Persa, Rusia estaba ansiosa por controlar la rama de Khanaquin-Teherán del mencionado ferrocarril. Ambas potencias fijaron sus diferencias en un nuevo acuerdo firmado en Postdam el 19 de agosto de 1911, el cual le daba a Rusia mano libre en el norte de Irán. El primer ferrocarril que conectaba a Persia con Europa iba a proveer a Rusia con una influencia enorme sobre su vecino del Sur. A pesar del prometedor comienzo, las relaciones ruso-alemanas se desplomaron en 1913 cuando el Kaiser envió a uno de sus generales para reorganizar el ejército turco y supervisar la fortaleza de Constantinopla sobre la cual, según él, pronto flotaría la bandera alemana, signo de su control sobre el Bósforo, por donde transitaban dos quintas partes del comercio de Rusia[5].

De acuerdo con Luxemburgo, el imperialismo estaba ligado objetivamente al crecimiento internacional del capitalismo, según el cual la guerra, el saqueo, el abuso contra otros y el propio pueblo, eran requisitos indispensables de su expansión a escala mundial. Por qué se preguntaba ella, rara vez se habla del costo que tiene el imperialismo en la existencia de las clases trabajadoras de las potencias imperiales. De esta forma, cuando se produjo la crisis de Agadir, entre el 1 de julio y el 4 de noviembre de 1911, también conocida como la segunda crisis de Marruecos, anuncio del advenimiento de la Primera Guerra Mundial, ella insistió en que se trataba de una típica crisis capitalista entre potencias imperiales, que se daban de mordiscos por ver quién se quedaba finalmente con la mayor porción del pastel. Aquí no se trataba, insistía ella nuevamente, de establecer los privilegios históricos que les correspondían a Inglaterra, Francia o Alemania sobre la zona, o de fijar los derechos de dominio en función del tamaño de la armada naval, sino de precisar el perímetro capitalista que generara un mayor volumen de ganancia, de acuerdo con políticas expansionistas previamente estructuradas para que el riesgo de ocupación colonial valiera la pena.

Hay que recordar que esta crisis se produjo porque los alemanes establecieron al destructor Pantera en el puerto marroquí de Agadir. La intención de los alemanes era intimidar a los franceses para que pagaran ciertas compensaciones por haber aceptado la preeminencia de Francia sobre la zona, luego de la Conferencia de Algeciras (España) en 1906, después de la primera crisis de Marruecos, producida por la ocupación forzada alemana de Tánger en 1905. Alemania finalmente aceptó la posición de Francia en la zona, y Marruecos se convirtió en un protectorado francés el 30 de marzo de 1912 por el Tratado de Fez, como reconocimiento a la entrega de territorios en la colonia francesa del Congo Ecuatorial Medio (hoy República del Congo). Este territorio de unos 275.000 kms, llegó a ser parte de la colonia alemana del Camerún y del África del Este, también alemana, hasta que fue capturada por los aliados en la Primera Guerra Mundial.

                                                               IV

El camino que llevaba desde el espacio colonial hacia el espacio imperial debió de ser recorrido según las reglas establecidas por hombres como Karl Peters (1856-1918) y Adrian Dietrich Lothar Von Trotha (1848-1920). Peters fue uno de los exploradores que fundaron el protectorado alemán de África Oriental en Tangañika, hoy parte de Tanzania. En 1885 formó la Compañía alemana de África Oriental y seis años después fue nombrado alto comisionado imperial para el distrito de Kilimanjaro. Sus brutalidades contra la población local provocaron un levantamiento que lo obligó a renunciar. Peters ha sido llamado con razón “el primer agente del imperialismo alemán”. Von Trotha por su parte fue un comandante militar que jugó un papel significativo en la represión de la rebelión Boxer en China, como comandante de brigada de la East-Asian Expedition Corps. (La Rebelión Boxer en China fue sometida en 1900 por una alianza internacional compuesta de ocho naciones, que incluía al Imperio Austro-Húngaro, Francia, Alemania, Italia, Japón, Rusia, el Reino Unido y los Estados Unidos). La conducta de Von Trotha en las guerras contra los Hereros en África Sudoccidental llamó la atención, pues como comandante en jefe de esa colonia dio la orden de exterminar a los Hereros, cuya población pasó de 80 mil a solo 15 mil personas. También fue responsable por el asesinato de unos 10 mil miembros de las tribus Nama. Sus acciones han sido llamadas “el primer genocidio del siglo veinte”[6].

Carl Peters, además, era un gran admirador del imperio británico y se consideraba a sí mismo como el Cecil Rhodes alemán. Oficialmente al servicio de la compañía privada Sociedad para la colonización alemana, que recibía un fuerte apoyo de parte del estado alemán, Peters llegó a ser un punto de referencia para los nazis posteriormente, sobre lo que significaba ser un miembro privilegiado de la raza elegida que aspiraba a gobernar el mundo según ellos. Incluso hasta una película se le hizo en 1941[7]. De acuerdo con algunos historiadores, las masacres aplicadas contra los pueblos de África, particularmente contra los Hereros, no estaba dentro del proyecto colonial de potencias imperiales como Alemania, donde la comparación entre el genocidio colonial y el genocidio aplicado por los nazis contra los pueblos de Europa del Este y contra los judíos quiere ser visto como algo distinto, en virtud de que las diferencias administrativas, raciales y militares de ambos gobiernos hacían de una y otra forma de genocidio algo históricamente desigual. Esta clase de sutilezas no tienen ninguna relevancia, pues ambas prácticas genocidas se encuadran dentro de un proceso expansionista que debe ser entendido como una prolongación ineludible del sistema capitalista en ambos momentos históricos. Si esto no se enfatiza las prácticas genocidas terminan siendo banalizadas como simples “excesos” de los poderes imperiales.

                                                    

                                                           V

El espacio colonial construido por Gran Bretaña por ejemplo, a lo largo de más de cien años, sobre montañas de cadáveres, opresión, saqueo, humillación y maltrato contra los pueblos de África, Asia y América Latina, no puede ser visto simplemente como una forma de practicar el supuesto “imperialismo informal”, el “imperialismo de los negocios” o el “capitalismo caballeroso” como se le quiere llamar ahora[8], sino como la estrategia imperialista ineludible que exigía el sistema capitalista para garantizar su expansión y su consolidación en todo el planeta. Una buena parte de los historiadores económicos están de acuerdo en que la segunda parte del siglo diecinueve, fue uno de los mejores momentos experimentados por el sistema capitalista a lo largo de su historia, no sólo en términos financieros y políticos sino, sobre todo, en términos de la acumulación de capital a escala mundial. La diminuta Inglaterra no es dueña de un imperio que reproduce su propio tamaño unas cuarenta veces, simplemente porque cuenta con la mejor armada naval de la historia, y con el mejor ejército imperial jamás conocido, sino porque sus mercaderes, empresarios, tenderos, financistas y hombres de negocios en general le habían demostrado al mundo que el sistema capitalista había llegado a la historia para quedarse. Es decir, el imperialismo inglés, como todos los imperialismos, es la etapa superior del capitalismo, apuntalado por la fuerza de las armas, la brutalidad y el despotismo.

Pero resulta que el capitalismo inglés se encontró hacia los años noventa del siglo XIX con la competencia aguerrida y avasalladora de un capitalismo más innovador, agresivo y totalizante como el alemán, el norteamericano y el japonés. El espacio colonial inglés, extendido en Asia, África y América Latina, tuvo que hacer frente a otras potencias europeas que también querían construir sus propios espacios coloniales ahí mismo donde lo había hecho la Gran Bretaña. A partir de este momento tiene lugar una confrontación en la que está en juego no solo la existencia del espacio colonial inglés, sino también las esferas de influencia y el ejercicio del dominio sobre aquellos otros espacios que se ha construido desde Europa, Asia Oriental y Norteamérica. Por esta razón, Inglaterra necesita construir alianzas con Francia y con Rusia, para seguir dominando en Asia, África y Europa misma, con el objetivo de contrarrestar el poderoso ascenso de Alemania, los Estados Unidos y Japón, que también aspiran a la construcción de sus propios espacios coloniales. Alemania, por su parte, se verá en la obligación de solicitar apoyo del viejo imperio Austro-Húngaro, de Italia, Turquía y luego de Bulgaria, para contener las maniobras de ingleses, franceses y rusos, ahí donde las riquezas imperiales son mayores, es decir en el Pacífico, Asia, África y el Caribe.

Pero el espacio colonial fue reemplazado por el espacio imperial en el transcurso de cuarenta años. La simple posesión de colonias garantizaba un incremento del poder sobre regiones alejadas de Europa. Esto es, el dominio territorial, de acuerdo con los postulados establecidos por el viejo Imperio Romano, garantizaba un enorme poder espacial, que permitía incluso tolerar lenguas, religiones y culturas diferentes en su interior. Pero cuando esas colonias entraban a formar parte de todo un sistema económico en el que el dominio territorial no era tan importante sino el control y explotación de recursos humanos, materiales y culturales gestados en ese espacio colonial, se abrían las compuertas al ejercicio de una nueva forma de relacionarse con las colonias que podría denominarse espacio imperial.

No debería olvidarse que el país en dar el primer paso de construcción y conversión del espacio colonial al espacio imperial, fue Inglaterra. Para ello fue necesaria una profunda revolución burguesa a nivel interior, cuya historia rebasa las pretensiones de este trabajo. De tal forma que, en el espacio imperial, donde se tejen toda clase de relaciones de dominación imperialista, existe una coherencia perfecta entre la naturaleza del estado, la clase dominante (en este caso la burguesía) y la dinámica social del mercado. La Primera Guerra Mundial en consecuencia es el resultado crítico, el punto de no retorno del conglomerado de fuerzas contradictorias que se han venido acumulando en el capitalismo europeo y a escala mundial, desde la guerra franco-prusiana de 1870[9].

La vieja potencia capitalista, Inglaterra, que ya ha consumado el tránsito hacia el espacio imperial, se encuentra en la posición inédita de tener que defender, con uñas y dientes, no tanto las esferas de influencia ganadas en diferentes partes del mundo, sino los centros de riqueza humana, material y cultural que ha logrado articular bajo la férula de sus políticas imperiales. Alemania, Japón y los Estados Unidos, en proceso de construcción de sus propios espacios imperiales tenían, inevitablemente, que entrar en conflicto con el Imperio Británico, el mayor que haya conocido la historia, pero sobre todo, el mejor organizado, efectivo y estructurado. Tales niveles de eficiencia no eran el producto de las buenas maneras de la monarquía o de la sabiduría del pequeño tendero provinciano, sino de una armada naval, de un ejército y de una clase burguesa perfectamente armadas detrás de un aparato institucional que buscaba fomentar el desarrollo capitalista en todas sus formas, en Inglaterra, en Europa y en el resto del mundo.

                                                                 VI

     Por eso resulta insuficiente abordar el estudio de la Primera Guerra Mundial como un conflicto puramente militar en el que las obsesiones de Alemania por la dominación mundial, sólo presagian el arribo de un holocausto mayor con la Segunda Guerra Mundial. Con esto queremos decir que no está completo el análisis que establezca una relación mecánica entre una guerra y otra. Alemania, como los Estados Unidos, Japón, Francia o Rusia, solo busca abrirse un espacio en el capitalismo mundial, controlado y diseñado a voluntad por Inglaterra. De hecho, Estados Unidos ha ido construyendo su propio espacio imperial en América Latina, el Pacífico y el Caribe, de la misma forma que Japón ha intentado lo mismo en el Pacífico, Francia en África y Asia, y Rusia en los Balcanes y el este de Europa. Pero estos espacios imperiales solo podían ser levantados, arropados por un capitalismo pujante y vigoroso, ingrediente del que carecían los viejos imperios como el austro-húngaro, el otomano y el ruso, al cual Lenin había bautizado como el eslabón más débil de la cadena histórica burguesa.

Alemania no era una máquina de guerra, como tampoco lo era Inglaterra. Solo que, desde 1890, se empieza a notar el deterioro que estaba experimentando el capitalismo británico para seguir controlando los espacios imperiales construidos a lo largo del siglo anterior a la guerra. La competencia comercial, industrial, militar e ideológica, procedente de parte de los nuevos poderes imperiales que se están articulando en diferentes partes del mundo capitalista desarrollado, se experimenta en el imperio británico como un estrechamiento en sus márgenes de movilidad para invertir en nuevos mercados, en el control de los mares y en la promoción de una imagen de la monarquía británica como el ideal supremo de la eficiencia democrática liberal. Construir el espacio imperial y sostenerlo significó para Gran Bretaña un esfuerzo descomunal, de tal forma que un enfrentamiento con aquellos otros poderes europeos que buscaban merodearle sus progresos al imperialismo británico, se veía como inevitable, casi inmediatamente después de la derrota de Napoleón en 1815.

Los alemanes, por ejemplo, tenían claro que después de la derrota de Francia en la batalla de Sedán, la cual cerró la sangría de la guerra franco-prusiana de 1870, debían armarse aún más y fortalecer la unidad nacional germana sobre la base de un capitalismo altamente desarrollado, en el que predominaran el desarrollo tecnológico, las habilidades empresariales y, más que nada, el buen funcionamiento de una maquinaria burocrática estatal capaz de ubicarse, sin miramientos de ninguna especie, detrás del ejército cuando éste lo requiriere. Posiblemente no se encuentra en la historia europea de los últimos ciento cincuenta años, una amalgama entre el Estado y el Ejército de tal envergadura y naturaleza, como la lograda por Alemania, después de la derrota de Francia. El plan del General Alfred Von Schlieffen (1833-1913), que había sido diseñado desde 1905 para enfrentar las eventualidades de una nueva guerra contra los franceses, fue imaginado como la salida más lograda para el movimiento de tropas, material bélico y logística militar que fuera necesaria en esas circunstancias inéditas de expansionismo alemán, no sólo en Europa sino también en África, Asia y América.      

De la misma forma que la derrota del imperio austro-húngaro en 1866, la derrota de Francia, cuatro años después, estableció las reglas del juego con las cuales los alemanes iban a disputar los nuevos espacios imperiales que se construirían en Europa, sin consideraciones de ninguna especie respecto a las posibilidades reales de bloquear dicho proceso que tuvieran Rusia, el Imperio Otomano y el Imperio Británico. De hecho, la Triple Alianza de las potencias centrales, Alemania, Austria-Hungría y Turquía (el Imperio Otomano), estaba forjada al calor de acuerdos que se firmaron en 1884, cuando se pactaron los primeros movimientos de lo que sería luego el imperio alemán, plagado de todas las connotaciones colonialistas que estaba luciendo.

                                                             VII

Quien quiera creer que la guerra democratiza y allana las posibles diferencias sociales que existieran entre los hombres en el campo de batalla, podría equivocarse de manera resonante. Tanto en las filas de las potencias centrales como en las de la Triple Entente (Inglaterra, Francia y Rusia), los requerimientos imperiales y profundamente clasistas se mantuvieron intactos, como si la Revolución Francesa hubiera tenido lugar en vano. De hecho, en las trincheras al soldado raso se lo consideraba casi sub-humano. Y los aristócratas tenían una serie de privilegios que podrían dejar boquiabierto al más pintado. En ocasiones estos últimos tenían barracas, oficinas y hasta cuartos empapelados en las trincheras, donde la mayor parte de la soldadesca chapaleaba en el barro, las heces de los compañeros, y una asombrosa miríada de enfermedades. Muchas de las mismas eran el producto de la guerra y de las aterradoras condiciones en que se desenvolvía.

En batallas y campos como Gallipolli, Salónica y Verdún, para mencionar algunos ejemplos, los niveles de demencia guerrerista alcanzaron cotas solamente superadas tal vez en Stalingrado. Sin embargo en aquellas ocasiones el desagarro psicológico, la mutilación y la muerte llegaban por primera vez a una guerra inédita en la historia militar de Occidente. Los 10.000 kilómetros de trincheras que se extendían en el frente occidental, desde el Canal de la Mancha hasta la frontera con Suiza recogen un capítulo de la Primera Guerra Mundial, que refleja a ciencia cierta los excesos y la brutalidad a que llegó el sistema capitalista europeo para defender sus logros económicos no sólo en Europa, sino también en otras partes del mundo que consideraba sus colonias. La guerra de trincheras era el resultado de un empate entre las fuerzas imperiales contendientes que, después de la destrucción de Lieja en Bélgica, y del estancamiento en el Marne, dentro del territorio francés, hizo a los alemanes entender que el conflicto no terminaría rápidamente, como se les había dicho a los jóvenes quienes entregarían sus vidas por nada. La banalidad de una batalla como la de Verdún, donde los franceses se aferraron con avidez fanática al simbolismo de la ciudad fortaleza, dejó en los campos de muerte a más de medio millón de hombres jóvenes de Francia, y poco más de cuatrocientos mil alemanes.

Deberíamos de comprender que los juegos diplomáticos en los que se sumergieron los británicos, los alemanes, los rusos, los austriacos y los turcos, sin dejar de tomar en cuenta a las potencias menores como Italia, Grecia, Serbia, Rumania y Bulgaria, no buscaban únicamente despojar a los alemanes de sus colonias en África y Asia, como alguien podría pensar con gratuidad. Para finales de 1916, Alemania había dejado de ser una potencia colonial en esas regiones. No tanto porque los ingleses, franceses y japoneses hubieran logrado arrinconarlos, sino porque la diplomacia se había llegado a convertir en un arma al servicio de la geografía de los imperios, que buscaban retener sus viejos espacios imperiales, o adquirir otros nuevos con la violencia de las armas y el despojo negociado debajo de la mesa. Esta fue la actitud de Italia, por ejemplo, quien decidió ingresar a la guerra hasta 1915, cuando varias regalías territoriales le fueron garantizadas a costa de la derrota de Alemania. Fue lo mismo con relación a Serbia y su solicitud de apoyo al imperio ruso, para poder enfrentar la amenaza que representaba la integración forzada a la que aspiraba el imperio Austro-Húngaro. Éste, por su parte, al igual que el imperio otomano (Turquía), buscaba, desesperadamente, con el soporte de los alemanes, sostener una unidad territorial, étnica, lingüística y política tan variopinta y desigual, que no escatimó negociaciones, intrigas y golpes de mano a espaldas de sus aliados, inspirados por la enorme antipatía que les provocaba el militarismo prusiano.

Para Alemania, la alianza con Austria-Hungría era como estar esposado a un cadáver. Y el imperio otomano, que venía siendo sacudido por transformaciones internas de gran calibre desde 1908, frágil y quebradizo, representaba para los alemanes la única fuerza capaz de contener el avance de los rusos y de los británicos hacia zonas de gran importancia geográfica como Irán y Mesopotamia (hoy Irak). De hecho en Gallipolli los turcos pudieron demostrarles a los Aliados, que constituían un ejército respetable, no así por su arrojo y capacidad de combate, sino por su inteligencia, su rapidez y su compactación para responder a los imprevistos. En esta dinámica de pesos y contra-pesos la diplomacia de antiguo régimen, aquella que caracterizó al período que media entre 1815 y 1870, salió sacrificada, porque la Primera Guerra Mundial, se trajo abajo todos los viejos rituales con que las decrépitas monarquías convalidaban sus negociaciones, acuerdos y alianzas de otrora.

                                                          VIII

La Primera Guerra Mundial fue la apoteosis de una confrontación inter-imperialista. Pero además fue una “guerra total”[10]. Ello quiere decir que el conflicto fue superado en sus dimensiones puramente militares. Si la economía capitalista venía dando tumbos desde 1873, y tuvo períodos de auge transitorios hasta 1896, con la guerra, la debacle fue total. Se nos ha enseñado que los únicos soldados en rebelarse contra sus oficiales, por sus vinculaciones con la autocracia, fueron los rusos. Que éstos fueron víctimas fáciles de la propaganda promovida por los bolcheviques en las trincheras, casi desde los inicios mismos del conflicto. Que los soldados rusos no tenían botas, no tenían buena comida, que se morían de frío, que la industria militar no podía satisfacer las abrumadoras necesidades técnicas y logísticas de sus ejércitos. Que Rusia alcanzaba a producir unos 290 millones de cartuchos por año, cuando se estaban consumiendo 200 millones por mes. Que Rusia podía movilizar unos diez millones de hombres, pero solo disponía de unos cuatro millones de rifles, mal cuidados, envejecidos y humedecidos por la falta de uso.

Todo aquello era cierto, pero resulta que esa no era únicamente la situación real que tenía en sus manos la autocracia rusa, sino que similares condiciones aquejaban a la monarquía austro-húngara, al imperio otomano y al mismo ejército francés. Se podría sostener que tal vez solo los ejércitos inglés y alemán estaban en capacidad de hacer frente a un conflicto militar que, ya para 1916, se había engullido a la economía mundial, había modificado con profundidad el mapa lingüístico, la geografía política y las jerarquías étnicas en imperios como el de Austria-Hungría. En este último, al empezar la guerra, los oficiales tenían que hacerse acompañar de una cuadrilla de traductores, pues tenían que impartir órdenes en quince idiomas, cuando menos. La tirantez étnica y la ensombrecida nitidez geográfica en la que vivían muchos de los pueblos bajo la dominación austro-húngara, están detrás de la conspiración que ultimó a tiros al heredero de la corona, Francisco Fernando y a su esposa plebeya, aquel fatídico 28 de junio de 1914. En el siguiente agosto, como decía la gran historiadora Bárbara Tuchman, los cañones resonaban por toda Europa[11].

Pero el conflicto remeció los fundamentos profundos de la vieja democracia liberal europea, y abrió el camino para que nuevas nociones del poder, no tan democráticas, emergieran ahí donde se había producido un vacío de autoridad acicateado por estructuras económicas y sociales que pertenecían al pasado. El nuevo capitalismo de Alemania, Estados Unidos y Japón, traía consigo una noción de empresa, un criterio de relación entre ciencia y tecnología, y una concepción de la competitividad mercantil que era producto de una vigorosa internacionalización de la acumulación de capital, inédita en tiempos del viejo capitalismo de tendero que todavía practicaba el Imperio Inglés en vísperas de la guerra.

La guerra arrasó con ese viejo capitalismo e hizo posible que una monopolización sin precedentes, armada de ejércitos de soldados, burócratas, técnicos e ideólogos a sueldo hicieran posibles prácticas imperialistas que aniquilarían sin contemplaciones la independencia nacional de pueblos enteros, los despojarían de sus riquezas humanas y materiales, y los convertirían en simples consumidores de las chucherías producidas por sus empresarios y hombres de negocios, de vuelta en la madre patria. Alguien podría pensar que la historia avanza en círculos concéntricos, como habría dicho Vico en su momento, solo que ahora la diferencia la establecía una transformación tecnológica espectacular, que terminaría por hundirse con la Segunda Guerra Mundial.

Pero la guerra fue total, no sólo porque las grandes empresas y fábricas se pusieron del lado de sus ejércitos con el fin de proveerlos de lo que necesitaran para que se mataran y mataran a otros, como sucedería en Alemania, Inglaterra y Francia, sino también porque las mujeres, los ancianos, los adolescentes y los niños se vieron obligados a participar de un conflicto militar que no siempre vieron como suyo. Frente a estos efluvios de aparente patriotismo, sin embargo, los soldados franceses, austriacos, alemanes y británicos, de la misma forma que los rusos, también criticaron duramente a sus oficiales (con frecuencia se decía que la guerra la peleaba un grupo de leones liderado por una recua de burros), debido a que, muchas de las operaciones en las que perdieron la vida cientos de miles de hombres, no tenían sentido, y estaban inspiradas en la vanidad, el egocentrismo y la prepotencia, como sucedió con los famosos “gemelos terribles”, los generales alemanes Hindenburg y Ludendorff, considerados héroes nacionales, pero también aristócratas militares para quienes las vidas de sus hombres valían muy poco, pues por encima de todo estaba el nacionalismo alemán. Paradójicamente, no obstante, el mentado chovinismo no daba para tanto y países como Inglaterra, Francia e Italia, se vieron en la obligación de utilizar tropas coloniales, con el fin de enfrentar todos juntos, colonialistas y colonizados, a la imbatible máquina de guerra que habían construido los alemanes. Miles de jóvenes soldados australianos, hindúes, canadienses, neozelandeses, nigerianos, argelinos, kenianos, vietnamitas y otros, perdieron la vida para que sobreviviera una potencia imperial que solo buscaba la perdurabilidad de un sistema económico que se inventaba esta clase de guerras para seguir funcionando.                  

                                                      IX

Decía bien José Enrique Rodó, uno de los pocos latinoamericanos que escribió sobre la Primera Guerra Mundial, cuando apuntaba: “Tal vez se aproximan en el mundo tiempos de transformaciones pasmosas y violentas. Tal vez hemos de asistir al alumbramiento monstruoso en que, entre torrentes de lágrimas y sangre, broten, de las desgarradas entrañas de esta civilización doliente, nuevo orden y nueva vida”[12]. En ese nuevo mundo estaban pensando los obreros y los campesinos, que ponían los muertos en las trincheras del Marne, Verdún y el Somme, las mujeres y los niños que caían exhaustos fundiendo campanas, durante doce horas diarias, como hacían los austriacos para fabricar balas, con el afán de atender a un ejército que se redujo a la mitad en el primer año de lucha.

Después de 1916, las huelgas, los motines y los sabotajes se convirtieron en una plaga difícil de combatir en los ejércitos francés, austro-húngaro, alemán y ruso. Las desbandadas y las deserciones en masa debilitaron al ejército ruso de tal forma, que con frecuencia el asesinato de los oficiales de la autocracia de Nicolás II, se había llegado a convertir en un síntoma indiscutible de la más temible de las enfermedades que podía padecer un ejército de la vieja escuela: la indisciplina y el anonimato. A estos últimos los sucedieron los juicios sumarios, los ahorcamientos y los fusilamientos. Es decir que, los ejércitos en conflicto estaban implosionando, cuando las tropas norteamericanas hicieron su ingreso a finales de 1917, para acelerar el final de una guerra, de la cual emergerían algunas de las revoluciones y de las tiranías más emblemáticas de la historia del siglo veinte. Los Estados Unidos saldrían enormemente enriquecidos y poderosos.    

Pero los ingleses, tan circunspectos y disciplinados, se encontraron también con serios problemas para controlar su patio trasero, es decir Irlanda. Aquí, el imperialismo británico se enfrentó con una de las fuentes de desasosiego y violencia más complejas que pudieran haber imaginado, desde que el conflicto militar había iniciado. Como los rusos, los italianos, los turcos, los griegos, los austriacos y los ciudadanos de los Balcanes, los irlandeses aprovecharon el contexto de guerra en el que se encontraba la potencia imperial, para manifestar su desacuerdo con las alianzas y los pactos establecidos desde hacía siglos con Inglaterra, y se fueron a la violencia callejera, la organización terrorista y guerrillera para revisar o modificar a fondo aquellas instituciones, tanto así que, uno de los nombres más representativos de la independencia de Irlanda, Roger Casement, terminó colgado para pagar un juicio por alta traición en agosto de 1916 (había nacido en 1864)[13].

  

                                                         X

La Primera Guerra Mundial arrastró a la muerte a unos diez millones de personas, en los campos de combate. Dejó heridos, mutilados y enfermos a otros dieciocho millones de hombres. Y afectó de manera indirecta, por razones sociales, económicas y psicológicas, a cien millones de seres humanos más. Cuando se discutían los créditos de guerra, en agosto de 1914, los socialdemócratas alemanes, renegando de las nobles tradiciones revolucionarias en las que predominaba el internacionalismo de los trabajadores, decidieron ponerse al lado de sus burguesías nacionales e irse de bruces, ciegamente, hacia la carnicería. Hoy no tiene sentido plantearse preguntas sin respuesta, como las que critica sabiamente el historiador inglés Richard J. Evans en su último libro. Carece de motivos serios una especulación sobre lo que hubiera sucedido si Alemania gana la guerra. Si Gran Bretaña y los Estados Unidos no hubieran entrado en el conflicto[14]. Tal vez si la revolución alemana hubiera triunfado en 1919, Hitler y Stalin jamás hubieran llegado al poder.

La historia suele suceder de una determinada manera y las reflexiones “contra factuales” (es decir contra los hechos) no conducen a ningún lado, a no ser hacia la frustración y la amargura. De tal manera que a los historiadores nos corresponde levantar un testimonio de los acontecimientos, proponer algunas explicaciones y análisis, pero evitar, hasta donde sea posible, las especulaciones simples y llanas, tan parecidas a las adivinanzas y no así a la verdadera indagación histórica.

La Primera Guerra Mundial demostró, con amplitud, que las potencias imperiales europeas, junto a los Estados Unidos y Japón, eran capaces de llevar al mundo a la catástrofe para defender la cuota de ganancia que el colonialismo imperialista les había permitido conseguir en un lapso de tiempo bastante corto. Lo que estaba en juego, verdaderamente, no eran tanto un puñado de colonias, sino la ganancia, el crecimiento capitalista que las mismas podrían traer consigo en términos de fuerza de trabajo, materias primas y control estratégico internacional de los mercados. El imperialismo con colonias es nada sino le abre el camino a un imperialismo sin colonias, donde el sistema económico hace de las suyas de forma antojadiza y sin límites.

Con este contexto, la socialdemocracia alemana e internacional, en vísperas de al guerra, se encontró en medio de un debate que no se agotaba en el tema político, sino que tocaba muy de lleno los aspectos financieros, económicos, militares y puramente humanos de una posible guerra en la que los viejos imperios coloniales se jugaban la vida, al enfrentarse a un nuevo estilo de practicar el imperialismo. La Segunda Internacional de los Trabajadores (fundada en 1889)[15], que durante los años noventa del siglo diecinueve llegó a reunir lo más granado y brillante del pensamiento marxista y revolucionario del momento, terminó fragmentada y arruinada, emponzoñada por una serie de debates, discusiones y enfrentamientos que la llevaron al colapso, a la división y a una ciénaga de traiciones, maledicencia e intrigas en virtud de que la guerra mundial había hecho reflotar las viejas rencillas entre reformistas y revolucionarios.

Los trabajadores organizados en la calle, en sindicatos, cooperativas, sociedades de ahorro mutuo, en partidos políticos y otras formas de organización, se encontraron de un momento a otro con la sorpresa de que sus líderes se tambaleaban y no podían decidir si ir o no a la guerra la cual, la víspera, habían calificado como una guerra imperialista, de rapiña y saqueo entre diferentes potencias colonialistas. Estaba claro, desde la época de Marx y Bakunin, que los trabajadores no tenían patria. Que las condiciones de explotación y maltrato, ellos las vivían por igual en cualquier parte del mundo, donde el capital pagara un salario por la única mercancía que podían vender, su fuerza de trabajo. Pero con la guerra mundial, el internacionalismo que habían pregonado los supuestos líderes proletarios, saltó en pedazos y ellos terminaron plegándose a los intereses de sus burguesías nacionales.

El fantasma del patrioterismo, del chovinismo, del nacionalismo racista y segregacionista se abrió camino, para hacerles creer a los trabajadores de Alemania que ellos tenían intereses y aspiraciones de clase radicalmente distintas a los de Inglaterra. Ya se vería en las trincheras de Francia que tal argumento no era más que una triste falacia. Pues los muertos los pusieron los obreros y los campesinos de potencias imperiales que solo buscaban incrementar su cuota de ganancia. La clara comprensión de este problema, algo en verdad complejo para trabajadores semianalfabetos, pero que veían con lucidez de qué lado estaba la razón, fue el producto de una extraordinaria labor pedagógica llevada a cabo por organizaciones como las de los bolcheviques y de los anarquistas en Rusia, nación que finalmente se retiraría de la guerra, abriendo, de esta forma, el camino para que la revolución iniciara un proceso irreversible en el que los obreros y los campesinos constantemente estarían superando a su líderes en la fábrica y en el campo.

Con el armisticio en 1919 vendrían una serie de transformaciones políticas, sociales, económicas, geopolíticas, ideológicas y culturales de tal envergadura que nuestro mundo actual sería incomprensible sin hacer una referencia por lo menos modesta al legado transmitido por la Primera Guerra Mundial. Después de ella, el mapa europeo cambió sustancialmente, nacieron nueve repúblicas con el desmembramiento del viejo imperio austro-húngaro, se desintegró el imperio otomano, Francia recuperó las provincias de Alsacia y Lorena que había perdido con la guerra franco-prusiana de 1870, Inglaterra conservó y fortaleció el control de su imperio, Italia y Alemania fueron despojadas en gran parte de sus colonias africanas y asiáticas.

Entre tanto en Rusia se llevaba a cabo una de las revoluciones más profundas y transformadoras del siglo veinte. La revolución bolchevique, cuyo punto de origen se encuentra sin lugar a dudas en la Primera Guerra Mundial, al menos en lo correspondiente a la etapa de 1917, modificó la historia de ese país de manera tan abarcadora y comprehensiva que aún en nuestros días se sienten sus efectos y sus promesas inconclusas. Pero, de la misma forma, en esta guerra se encuentran también las raíces y motivaciones más ocultas de lo que sería la historia de Alemania, Italia, África y Asia, en la segunda parte del siglo XX.

Pero, finalmente, Rosa Luxemburgo sería asesinada en 1919, junto a sus compañeros de lucha Karl Liebknecht (1871-1919) y Leo Jogiches (1867-1919), fieros oponentes de que la socialdemocracia alemana participara de una guerra que únicamente desolación y muerte podría traerle al proletariado centroeuropeo. Con ellos murió el anti-militarismo revolucionario de la primera parte del siglo veinte, y estableció las bases y postulados de una forma de lucha que separaría tajantemente a los comunistas de los socialdemócratas, a los bolcheviques de los anarquistas. Daría origen al mismo tiempo, a una de las expresiones del totalitarismo más devastadoras de la historia, el nazi-fascismo, como expresión superior de los excesos a los que puede llegar el sistema capitalista, la cultura burguesa en su fase más raquítica, cuando el imperialismo solo le ha dejado el recurso de las armas, la opresión y la brutalidad.    

      

                                                                    

                                                                       XI

Podríamos concluir este ensayo con otra cita del gran escritor uruguayo José Enrique Rodó, que recoge con sabiduría y sensibilidad lo que se avecinaba después de la Primera Guerra Mundial. Él decía: “La guerra traerá la renovación del ideal literario, pero no para expresarse a sí misma, por lo menos en son de gloria y de soberbia. La traerá porque la profunda conmoción con que tenderá a modificar las formas sociales, las instituciones políticas, las leyes de la sociedad internacional, es forzoso que repercuta en la vida del espíritu, provocando con nuevos estados de conciencia, nuevos caracteres de expresión. La traerá porque nada de tal manera extraordinario, gigantesco y terrible, puede pasar en vano para la imaginación y la sensibilidad de los hombres: pero lo verdaderamente fecundo en la sugestión de tanta grandeza, lo capaz de morder en el centro de los corazones, donde espera el genio dormido, no estará en el resplandor de las victorias ni en el ondear de las banderas, ni en la aureola de los héroes, sino más bien en la pavorosa herencia de culpa, de devastación y de miseria: en la austera majestad del dolor humano, levantándose por encima de las ficciones de la gloria y proponiendo, con doble imperio, el pensamiento angustiado, los enigmas de nuestro destino, en los que toda poesía tiene su raíz”[16].

 


[1] Rodrigo Quesada Monge (1952). Profesor Catedrático Jubilado de la UNA-Heredia, Costa Rica.

[2] Karl Radek (1912). Imperialismo alemán y clase trabajadora. En Day y Gaido (2011). Op. Cit. P. 525.

[3] Max Beer (1906). En Day y Gaido (2011). Op. Cit. Cap. 16.

[4] Rudolf Hilferding (1907) Imperialismo alemán y política doméstica. En Day y Gaido (2011). Op. Cit. Cap. 23.

[5] Rosa Luxemburgo (1911). Utopías de paz. En Day y Gaido (2011). Op. Cit. Cap. 29.

[6] Karl Radek (1912). En Day y Gaido (2011). Op. Cit. Cap. 36. P. 529.

[7] Sebastian Conrad (2012). German Colonialism. A Short History (Cambridge University Press) P. 26.

[8] P. J. Cain and A.G. Hopkins (1993). British Imperialism: Innovation and Expansion. 1688-1914 (UK: Longman Group). Véase también Rodrigo Quesada Monge (2013) América Latina. 1810-2010. El legado de los imperios (San José, Costa Rica: EUNED).

[9] Con sobrada razón algunos autores hablan de este momento como de “la crisis de julio” de 1914.

[10] Álvaro Lozano (2011). Breve historia de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) (Madrid: Ediciones Nowtilus). Capítulo 9.

[11] Barbara Tuchman (2012). The Guns of August (The Library of America).

[12] José Enrique Rodó (1967). Escritos sobre la guerra de 1914. En Obras Completas (Madrid: Aguilar). P.1232. Otro de los latinoamericanos que escribió crónicas valiosísimas sobre esta parte de la historia europea fue Enrique Gómez Carrillo, el ilustre guatemalteco que varios estudiosos consideran uno de los principales responsables de la difusión del modernismo en Europa y América.

[13] Una buena introducción a la biografía de Roger Casement es la novela de Mario Vargas Llosa (2011) titulada El sueño del celta (Madrid: Alfaguara).

[14] Richard J. Evans (2014). Altered Pasts: Counterfactuals in History (The Menahem Stern Jerusalem Lectures (Brandeis University Press).

[15] La Primera Internacional de los Trabajadores había sido fundada por Marx, Engels y Bakunin en 1864. Ver de Novack, Frankel y Feldman (1977). Las tres primeras internacionales. Su historia y sus lecciones (Bogotá: Ediciones Pluma. Traducción de Luz Jaramillo).  

[16] Rodó (1967). Op. Cit. P. 1240.