Por Ulises Lima Wainwright

Ningún guatemalteco habrá dejado de notarlos, ahí están... Ahora con nuevos uniformes albos, marchando pacíficamente en las avenidas opulentas del país, indignados por las leyes de la democracia liberal. Es que ahora el derecho penal, una víbora que de ordinario sólo muerde al que no tiene botas, al descalzo, ve a los exgenerales apenas en calcetines; aunque eso sí, de seda. Marchan condenando a quienes ellos consideran terroristas: a los viejos enemigos de la guerra, a la Fiscal General Claudia Paz, inclusive a los testigos inoportunos del oficio contrainsurgente —la fotógrafa Jean-Marie Simon, por ejemplo—. Para ellos el más mínimo detalle en su contra amerita el empleo de tal adjetivo, y bueno, si seguimos ese orden de ideas, no resulta nada nuevo, cuando el hecho de compartir documentos en internet es suficiente motivo para que el FBI nos catalogue como ciberterroristas. Y hay ciertos detalles llamados "evidencia arqueológica forense" que hablan por sí mismos, aunque en apariencia sean solamente montones de osamentas halladas en fosas clandestinas.

Han de tener harto miedo estos pacíficos manifestantes de blanco. Miedo de que al final el mismo orden sagrado del desarrollo capitalista les dé la espalda. Y tal vez incluso odio, y no el odio natural a sus enemigos comunes, sino un odio más cercano, rompedor de compadrazgos: odio contra sus comunes, contra los otros segmentos de la burguesía militar que hacen vida en el gobierno, quienes quizá querrán remarcar la línea cronológica entre los genocidas de los 70s y 80s  y los firmantes de la paz —también genocidas—, por obvia conveniencia.

La burguesía militar la conforman aquellos miembros del Ejército que se aprovecharon del control del Estado en épocas de guerra para acaudalar beneficios económicos, además de políticos, y por ende en la posguerra se les considera un sector emergente de la burguesía nacional. El poder político evidentemente es necesario para que los distintos segmentos de la burguesía militar sigan manteniéndose a flote. Si miramos el caso del exgeneral Ríos Montt, tenemos un ejemplo concreto del caso: su poder político está en decadencia, está sindicado de genocidio. Cosa que no puede pasarle, por ahora, al presidente Otto Pérez Molina, acusado de crímenes de lesa humanidad contra la población Ixil. Por eso hay que pensar en la burguesía militar como cualquier otra burguesía tercermundista: con un oportunismo capaz de devorarse a sus hermanos más lerdos. ¿Será que el gobierno de este otro genocida saldrá al rescate de la dignidad militar? Probablemente no. ¿Quisiera manifestarles su apoyo, acompañarlos? Por intereses de clase, por supuesto que sí; ha de prefigurar un futuro similar para él y para el resto de genocidas contrainsurgentes. No esperemos que se queden de brazos cruzados.

La gente que marchó el 9 de septiembre de la Escuela Politécnica al Obelisco, manifestándose en contra de los procesos penales que se han llevado a cabo contra antiguos altos miembros del ejército, son precisamente sus familiares y gente cercana a los mismos. Se trata de la aristocracia militar de aquel entonces. Familiares de soldados ordinarios o no los había o eran muy pocos. Pedían justicia, decían. Para ellos se trata de un complot comunista. Además quieren tapar los actos de genocidio con un dedo: según dicen, no existieron tales. Quieren que se levante el trono de la memoria militar: "gracias a los soldados y no a los poetas podemos hablar en público", decían sus pancartas. Evidentemente, el contexto político del país se presta para tales exigencias: pocas veces se tiene el honor de tener en el Ejecutivo a un exintegrante de las fuerzas especiales del Ejercito, los tristemente célebres kaibiles, reconocidos mundialmente por sus altos méritos en la tortura y aniquilamiento de masas, por su adiestramiento brutal como máquinas asesinas, y para variar, en épocas más recientes, por ser enviados a morir en "cumplimiento del deber" a las misiones militares en el Congo, y también por engrosar las filas del sicariato en los cárteles del narco.

Ante esta situación debemos organizarnos para aprovechar las fisuras de la “democracia” liberal y exigir las penas más altas contra el genocidio. Debemos contrarrestar la influencia mediática de las manifestaciones promilitares… Nada mejor que la participación masiva de la clase trabajadora manifestando su repudio, y uniendo las fuerzas que tanto necesitamos para nuestra lucha, más amplia que la lucha por el rescate de la memoria.